14/12/10

Una quincena de felicidad

La fiesta más larga del mundo está por empezar. Hoy los Ruiz se van de vacaciones y para Martina es motivo suficiente para sentirse inmensamente feliz. Ni se subió al auto y ya tiene esa sensación como si se le hubiese metido arena en el zapato. Hace dos años fue por primera vez a la playa, pero todavía le queda ese sabor dulce del agua salada de mar. Martina es chica y para ella es lo mismo si la playa queda en el Caribe, el Mediterráneo, San Clemente o Mar del Plata. Para Martina es playa y punto. Tiene la edad justa para que no le importe si van en temporada alta o baja. Tampoco le preocupa que durante quince días vayan a almorzar sandwichitos de jamón y queso en pan lactal. Quizás proteste un poco cuando pase el heladero gritando lloren chicos lloren, y el padre se haga el distraído leyendo las necrológicas del diario, o justo se le ocurra desafiarla en una carrera hasta la orilla, bien lejos de donde pasa el heladero. Seguramente Martina no tenga ni idea de cómo se describe la felicidad, pero debe ser lo más parecido a hacerse milanesa, sin que te importe si después te queda arena en la espalda y te pique todo cuando te ponés la remera. Las vacaciones son la única condición por la cual uno puede negociar no ver a sus amigos durante quince días; el resto del año es una ley que ni el poder ejecutivo puede revocar.

A ella no le va a agarrar un ataque de pánico y llanto cuando esté armando el bolso y no tenga ropa para salir, porque Martina todavía usa la ropa para vestirse y nada más. Y qué le importa si el traje de baño que lleva el padre es horrible, y sus piernas estén tan blancas como la camisa que se pone todos los lunes para ir a hacer trámites al banco. No se va a quejar si el viaje a la costa dura nueve horas, con paradas a estirar las piernas al borde de la ruta o porque el motor recalienta. Como tampoco si la casa que alquilaron queda a cuarenta cuadras del mar, sin microondas, ni cable, con adornos kitch y juegos de cubiertos de todos los colores. Total ella va a diseñar castillos de arena con todas las comodidades que quiera, sin tener que pagar un depósito a la inmobiliaria por si algo se rompe. Le va a gustar más la imagen de su padre cargando una heladerita que llevando su portafolios. Le suplicará a la madre que le compre remeras y adornos que digan “Recuerdo de” sin saber que dentro de unos años le van a parecer horribles. Pero lo que Martina ni se imagina, es que cuando las vuelva a ver dentro de mucho tiempo, van a ser las cosas que le traigan recuerdos intactos de esos días. Le van a pasar delante de su nariz los mismos olores, los mismos sabores; la misma sensación de creer que la niñez es para siempre, y que ser adultos es solo una cosa de grandes.

30/11/10

Un año menos

Para cuando uno se quiere acordar ya le está pisando los talones a diciembre, haciendo equilibrio para no caerse en el año que viene, con las luces del arbolito que le encandilan la cara y un olor a pan dulce que se le filtra por todos lados. Uno ya se gastó como trecientos y pico de días así como si fuesen reciclables, sin darse cuenta de que el tiempo se evapora en el mismo momento en que transcurre. Es cuestión de llegar a la hoja número doce del almanaque para recordar que hay que guardar toda la ropa de invierno en el baúl lleno de naftalinas. Diciembre es como esos últimos cinco minutos del examen donde uno se da cuenta que todavía le faltan contestar esas tres preguntas y le agarra un ataque de nervios y quiere hacer todo a la vez. Para esta altura del año ya no se puede pensar tan claro porque el calor hace transpirar a las ideas. Encima todavía falta hablar con los familiares y definir qué se va a hacer, si vos preparás las ensaladas y yo me encargo de las bebidas, y de paso estrenamos el freezer que compré con los puntos de la tarjeta de crédito. Lo que si te digo que este año ni pienso disfrazarme de Santa porque los sobrinos ya están bastante grandulones.

Uno hace una listita imaginaria en la cabeza con todas las cosas que no hizo que se había propuesto al empezar este año. El estrés llega a su pico máximo cuando me doy cuenta de que todavía tengo que pensar en las vacaciones y si realmente vale la pena gastar tanta plata tirado bajo una sombrilla o cambiar el modelo de auto. La cuenta regresiva ya está en marcha y nadie la va a detener. El servicio meteorológico anuncia días de pesadas comidas, con probabilidades de chaparrones de sidra, inevitables garrapiñadas y violentos venturrones.

10/11/10

Si lo ves a Marito

Hace varios días que Marito anda raro. Como si le anduviese sobrando la nostalgia. Ojo: él no se queja. Pero si uno lo conoce bien, se da cuenta de que algo le pasa. Como si su presente anduviese todo el día bordeando el pasado, coqueteando con un tiempo que seguro ya vivió. Un tiempo que al recordarlo es cada vez mejor. Mario está seguro que a todos les pasa lo mismo. Pero por las dudas no dice nada, no vaya a ser cosa que piensen que es un infeliz y anda dando lástima a cambio de limosna.
No debe ser fácil para él soportar esto. Sobre todo porque es de esa clase de personas que nacieron con la bendita desgracia de sentir las cosas más que los demás. Tanto las buenas como las no tanto. Todo le afecta o lo infecta. Como si su piel fuese un impermeable viejo y agujereado donde no queda otra que resignarse y tener que vérselas cara a cara con los recuerdos. Y Mario no es tan ingenuo como para andar nostalgiando nostalgias que nostalgean mal. Pero eso es algo que él no puede manejar.
Para Marito el corazón es como un mueble viejo con miles de cajones donde uno va archivando de todo. Y a veces de tanto que bombea, algún cajón puede abrirse y si justo lo que se escapa es algún recuerdo o un cacho de melancolía, ahí te quiero ver.
Más de una vez los amigos lo han escuchado quejarse de que al día de hoy, la ciencia no pudo descubrir por qué los recuerdos cambian de tamaño con el paso del tiempo. Cada vez que recuerda su infancia, para él Flores no era un barrio, sino todo el mundo. Los veranos duraban todo el año. Los amigos no se acababan nunca. El departamento de tres ambientes donde se crió era un castillo y el techo era más alto; el pasillo no parecía tan corto y hasta cree que de chico podía correr y correr y si se esfuerza un poco más, jura que sus gritos se multiplicaban por la casa en eso que llaman eco.

Mario pasa la mayor parte del día improvisando teorías para justificar alguna de sus penas. Pero para comprender estas teorías y estar de acuerdo, es necesario compartir la misma pena con él. Y eso no es justo. Según Mario todos tenemos algo que esconder, algo adentro nuestro que no queremos que el resto del mundo vea. Y aunque nos curaría desvestirnos y asomarlo un poco más a la luz, nos envolvemos en arco iris fingiendo que todo está bien.

Por eso si uno llega a cruzarse con Marito, es mejor no preguntarle cómo anda. Con un qué hacés Marito cómo va, alcanza y sobra. Y no porque haya que soportarle sus miserias y sus discursos lacrimógenos. Todo lo contrario. Pero por cada mentira que cuente con tal de mostrarse feliz, es una nueva angustia con la que él se las tiene que arreglar solito.

20/9/10

El gusto es mío

Si hay algo que no me gusta es hacer las cosas por obligación. Cuando me dicen tenés qué. Y ese qué no va con tilde, pero lo pongo así para que suene más qué. Ahora resulta que me obligan a hacer una lista anotando las cosas que me gustan. ¿Acaso no tienen cosas que les gusten y necesitan de las mías? Hay un sentido de pertenencia con ese tipo de cosas, que cuando le gustan a demasiada gente tengo miedo que empiecen a desgustarme. Así que acá me tienen, traicionándome y contándole a todos esto que no debería. Pero advierto que si alguno les gusta mis mismas cosas, seguramente no les gusten tanto como a mi.

De las tantas cosas que me gustan, caminar atrás de los señores que fuman pipa para ir oliendo el humo que desperdician, está entre mis preferidas. Me gusta sonarme los dedos de las manos y que la gente se siga mandando postales. Y también sonarme los dedos de los pies. Me gustan los cuadros de colores que se forman cuando los verduleros acomodan los cajones de frutas. Que todos se rían cuando hago un chiste y saber que voy a llegar a viejo. Me gusta la música clásica, el folklore, el rock, la cumbia y el tango. Y el tango también. Me gustaría que la h no fuese muda o que alguien se digne a inventarle un sonido. Me encanta putear y más de uno va a coincidir conmigo: todos deberían putear un poco más. Pero nada de puteadas educadas sino puteadas con una pe bien grande. Me gusta que toquen timbre en casa cuando no espero que toquen timbre en casa. Me gusta escribir pero más me gusta leer. Quedarme dormido y acordarme lo que sueño. Aunque a veces me gusta más escribir que leer. Vivir todo el año viajando por el mundo y poder tomarme al menos quince días hábiles para ir a trabajar. El olor a nafta y a naftalina. Y el olor a mandarina también porque me recuerda la hora del recreo en la primaria. Me gusta cuando a la gente le combina el nombre con su cara: no te podés llamar Ramón y tener cara de Gustavo. Empezar a hojear las revistas de atrás para adelante. Me produce muchísimo placer ponerme de frente a un ventilador, hablar y escuchar como se deforma lo que le digo. Me gusta lo salado y creo que lo dulce es más un clisé en el mundo de los antojos. Encontrar plata y no devolverla. El huevo frito, el color del huevo frito, el sabor del huevo frito, mojar el pan en huevo frito, y que por suerte no a todo el mundo le guste el huevo frito. Me gusta cuando la gentesejunta y que todos pensemos diferente. Ir a un café y encontrar una mesa contra la ventana. Que no me guste el frío así me gusta el calor. Me gusta reconciliarme pero es una pena que antes tengamos que pelearnos. Que el blanco sea un valor y poder usarlo sin pagar un centavo. Que los que no pueden viajar vayan a los aeropuertos a ver cómo despegan los aviones, y que do re mi fa sol la si se ordenen de tal manera que nos den ganas de ponernos a bailar. Me gusta hablar solo y darme cuanta que a veces me contesto. Pero lo que más me gusta es que puedo enumerar cosas que no me gustan tanto, pero cuando las escribo pareciera que si.

La última foto

Hay sólo dos razones para que a una persona se le ocurra prender un cigarrillo a las ocho de la mañana: o está muy nervioso, o. El tipo entró caminando apurado y no se dignó a apagarlo, ni siquiera aunque hubiese un cartel en la puerta indicando que estaba prohibido fumar. Pasó entre algunas personas de las cuales ni se acuerda la cara y se puso al final de la cola, asegurándose el último lugar. Para no ir hasta la mesa de informes le preguntó al señor que estaba delante suyo si esa era la cola para hacer la renovación. Éste le dijo que sí señalándole con el mentón un cartel que decía “Renovación”. Ese cartel es un asco pensó, y tendría que estar haciendo esa cola con el resto de la gente.

El lugar era un salón enorme donde había un olor a trámite y mal humor que apestaba, faltaban sillas, sobraba gente y los televisores florecían del techo. No faltaban los oportunistas de siempre, empezando por el que vendía lapiceras, ya que siempre hay distraídos que se la olvidan y no tienen con qué llenar tantas líneas de puntos. Y si te vendo para escribir, también te vendo para borrar. O sea que ahí ya le sacaron unos quince pesos. Y seguro que como madrugó a las seis de la mañana para ir a hacer un trámite que tenía que estar a las ocho para hacer una cola y sacar un número para después hacer otra cola para hacer ese trámite, seguramente no desayunó, entonces le vendieron un café apestosamente rico y fuerte que le pegó un cachetazo y si con eso no se despierta, le venden el diario que con esas noticias en la tapa no hay chance de que no abra los ojos como dos huevos fritos. Listo, sumale doce pesos más. Prendió otro cigarrillo, lo cual indica que seguramente en algún momento había apagado el anterior.

Llegó al mostrador y una señora con cara de burocracia y mate dulce le dio los papeles que tenía que completar y un número por el que lo iban a llamar: el ciento cuarenta y seis. Qué número de mierda, pensó. Se sentó en una de las tantas sillas, llenó todos sus datos y se puso a leer el diario que le habían vendido. Pero no se podía concentrar porque todo el tiempo miraba el tablero electrónico para ver si faltaba mucho hasta que llegara el número de mierda. Y aunque veía que faltaban varios, cada vez que sonaba el tablero llamando al número siguiente, volvía a levantar la vista perdiendo el hilo de la lectura y haciendo el típico chasquido de la lengua contra el paladar seguido de una puteada susurrada.

Pasaron unos veinte minutos hasta que lo llamaron de ventanilla del fondo. Se volvió a quejar porque hubiera preferido la que estaba enfrente suyo donde atendía un muchacho joven, al que le podría haber hecho algún comentario machista acerca de las mujeres que trabajan ahí. Resignado y haciendo maniobras para guardar sus cosas en el portafolios y sacar las planillas con todos sus datos, llegó a su ventanilla y le entregó todo a un señor canoso como diciendo tomá, ahora arreglátelas vos. El canoso revisó que todo estuviera completo y estampó un sello sobre los papeles (¿cuánto llevaba ya esa mañana?) y recién ahí lo miró con sus anteojos que se agarraban de la puntita de la nariz para no caerse y le dio otro número más. Pero esta vez era un número para pagar.

Esa parte fue la más rápida y enseguida le tocó su turno, lo cual lo hizo pensar que cuando se trata de que pagues, no se demoran tanto los muy turros. Llegó a la caja y por primera vez desde que estaba ahí adentro, una morocha escotada y de uñas largas y blancas lo saludó con un macanudísimo qué tal señor cómo le va, cosa que los ciento treinta y pico de pesos no le dolieran tanto. Y ahora pase por el pasillo de la derecha hasta el fondo que sólo falta la fotito y las huellas dactilares, buen día y que le vaya muy bien. Mientras se alejaba por el pasillo aprovechó su reflejo en una ventana sucia que daba a una avenida y se peinó para la foto. La última puteada la usó mientras recordaba que no se había cortado el pelo. Después de todo, era una foto que lo iba a acompañar para el resto de sus días. Y cada vez que le pidieran su documento alguien la iba a ver, y no fuera cosa que pensaran que el día que hizo la renovación tuvo una mañana para el olvido.

9/9/10

Sueño profundo

Apagó el despertador y fue hasta el baño. Hizo pis, se cepilló los dientes y agarró su pistola. Mirándose al espejo, se reventó la cabeza de un tiro.

No se había dado cuenta que ya no estaba soñando.

6/9/10

Días a la marchanta

Cuando se aburría de que todos los días fueran iguales, agarraba a lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo, se los metía en el bolsillo del saco y empezaba a caminar hasta alejarse de todo el mundo. Cuando sentía que ya nadie lo estaba mirando, sacaba los días del bolsillo y con el puño bien cerrado empezaba a agitarlos bien fuerte. Y mientras los agitaba hacía el gesto de acercarse el puño a la oreja achinando los ojos para sentir que estuvieran todos ahí, los siete. Repetía ese movimiento durante unos diez, quince segundos. Cuando ya los había mezclado bien, alejaba la mano del cuerpo como si fuese a soltar un pájaro y abría de a poco los dedos liberándolos de a uno, en el orden que ellos quisieran. Entonces era así como el lunes aparecía en la mitad de la semana y dejaba de ser el peor día, el más odiado. El sábado se colaba en el lugar del martes y había millones de citas nuevas y la gente se mataba tratando de conseguir entradas para el cine y llenaban los restaurants y comían a reventar y tomaban vino con soda y soda con vino. De repente el jueves los futboleros se descubrían con la oreja pegada a la radio, escuchando el partido con un gorrito con los colores de su equipo. El viernes las madres mandaban a dormir temprano a sus hijos porque quedaba toda la semana por delante y sino cómo estudian. El miércoles hubo abuelas que amasaron ravioles para un batallón. Al martes le tocó bancarse la resaca y lo mandaron al final de todo. Y el domingo a las ocho de la mañana, no había nadie que no estuviera de traje y corbata, listo para arrancar la semana.

31/8/10

Besando la lona

Tarde nublada de domingo en algún café de Paris. Era el día del combate. Aunque la cita estaba arreglada para las cuatro, él llegó antes. Un poco por su ansiedad y otro tanto para verla llegar. Eligió una mesa contra la ventana y mientras la esperaba, jugaba a adivinar cómo estaría vestida. La imaginó de mil maneras, abrigada con diferentes colores, le diseñó trajes que nunca había usado y hasta le inventó peinados imposibles. Pero cuando la vio entrar lo que mejor le quedaba era su gran sonrisa; la misma de siempre.

Era la primera vez que se sentaban enfrentados y los separaba algo más que una mesa. A pesar de haberse visto tantas veces, las miradas eran incómodas. Por suerte el mozo y su protocolo, se acercaron en el momento en que los nervios comenzaban a adueñarse de la situación. Pidieron cerveza y hablaron de temas intrascendentes. Ella comentó que le llamaba la atención que casi todos los mozos eran estudiantes de sociología; él se quejó de que su insomnio no sólo no lo dejaba dormir, sino que además le impedía soñar. Iban dando vueltas en círculos como entrando en calor, casi como esquivando el tema. Ninguno se animaba a tirar la primera frase ni mostraba su estrategia. Hasta que de repente sonó la campana y tuvieron que salir de sus rincones a exponer su defensa. Los primeros golpes eran suaves y medidos. Como caricias, pero de esas que igual lastiman. Se respetaban mucho porque se conocían bastante. El espectáculo parecía guionado y ninguno se animaba a salirse del libreto. Hubo momentos épicos, de esos en los que uno se queda esperando la repetición en cámara lenta. No había sangre pero sobraban heridas. A ella se le hinchaban los párpados cada vez que él sacaba una respuesta, y a él se le retorcía el estómago cuando ella protegía su orgullo. El público iba rotando pero las mesas estaban siempre llenas, dándole el marco que el combate se merecía. Esa tarde no hubo apuestas porque no había favoritos. Tampoco hubo aliento porque no había buenos ni malos. Cada tanto el mozo se asomaba desde la cocina para verificar que todo estuviera en orden. Ninguno quería escuchar la última campana porque sabían el desenlace. Finalmente el mozo se acercó y dejó la cuenta como tirando la toalla a favor de los dos. El combate fue a un sólo round, pero de esos que duran horas. No hubo K.O. ni puntos que repartir. Los dos habían perdido, pero algo habían ganado.

La ceremonia final fue emotiva. Caminaron juntos hasta la estación de tren y se dieron, quizás, el último abrazo. Un abrazo mucho más fuerte que cualquiera de los golpes. Se miraron a los ojos y se quedaron con unas ganas inmensas de darse un beso más. Cada uno fue hasta su andén. El tren de él llegó primero. Subió y buscó otra vez una ventana, pero esta vez para ver cómo se alejaba. Ella se reía y lloraba para fuera. Él saludaba y lloraba por dentro. Se fueron haciendo chiquitos hasta desaparecer de vista pero nunca de su memoria, sabiendo que ahora tienen esa marca imborrable de haber pasado por la vida del otro. Y ahí andan, rozándose los recuerdos, repasando una y mil veces esa tarde imborrable de domingo.

19/8/10

Desastre literal

Primero fue un aire caliente seguido por dos gotas locas. La mandarufa vino después, y la gente empezó a correr desesperada en busca de un refugio. Los edificios se agarraron de las manos para evitar un dominó de rascacielos. Las flores se resignaron y le regalaron sus pétalos al viento. La mugre daba vueltas formando tribuletas que chupaban a la gente. Los peinados se despeinaron. Los autos se desestacionaron.
A los techos se le erizaron las tejas y los besos nunca llegaron a destino. Las palomas desarmaron sus nidos y se mandaron a mudar. La ciudad había quedado destrozada, como cada vez que a un camango antológico se le ocurre jugar al trompo con la tierra.

4/8/10

Tu segundo beso, el primero

Imaginate que un buen día, el de arriba se levanta más bondadoso que de costumbre y con unas ganas terribles de regalar deseos. Te elige a vos y te dice que elijas el momento más feliz de tu vida. Ese que al recordarlo te agarra como un nosequé. Decidirte no te cuesta mucho. De repente te das cuenta de que tenés doce años, un corte de pelo tipo taza y unos nervios que te morís. Estás en un cumpleaños. Casi todos están bailando solos hasta que uno va y pone el casete de lentos. Como si hubiera un orden preestablecido, se forma una fila donde vos y tus compañeritos se ponen de un lado, y las nenas del otro. Ustedes las agarran de arriba de la cintura, y ellas apenas apoyan las manos sobre sus hombros. Todos bailan igual. Ninguna pareja se mira a los ojos. A vos te toca Luján. En realidad no te toca, hace rato que estabas cerca suyo para cuando llegara este momento y que no te gane de mano Germán, que encima tiene zapatillas nuevas. Ya en el segundo tema la apretás un poco más fuerte. Los nervios se les nota en los ojos, que ahora sí se miran. Y también en los movimientos, porque cada tanto la pisás sin querer. Para cuando llega el estribillo, tus manos ya se juntaron detrás de su espalda. Más te acercás, más te gusta su olor. Es ahí cuando descubrís que te falta saber un montón de cosas. Que tu viejo nunca te explicó qué hacer en ese momento. Que el lunes te van a cargar en la escuela. No te acordás si fue premeditado o no, pero cerrás los ojos y te vas acercando a su boca. Primero se tocan las narices y sentís el calor de su respiración en tu cara. Ahora, como un común acuerdo, adelantan el mentón al mismo tiempo hasta tocarse los labios y fundirse en un beso. El primero.

25/7/10

Madurez aniñada

El día de su cumpleaños número trece, cuando todos se habían ido, caminó hasta la plaza y se sentó en un banco. Estaba mirando a unos chicos que pateaban la pelota y de repente se largó a llorar. Había descubierto que ya no era posible escapar a mordiscones de una celda con barrotes de chocolate. Que las palomas de los cables ya no eran los broches para colgar la ropa de los gigantes. Que a la suerte había que ir a buscarla a un lugar mucho más lejos que el ta te ti. Que jamás le vería la cara a la señora de Tom & Jerry, aunque volviera a ver el dibujito mil veces. Que la gente no se resbala con cáscaras de banana, y que los bolsillos de su papá no siempre están llenos de monedas. Que la pecosa de rulos de séptimo grado le había roto el corazón y que se lo iban a romper muchas veces más. Que el mar no se vacía sacándole un tapón. Que el sapo en la barriga del que come y no convida, iba a ser libre. Que un gordo en un trineo era incapaz de repartir tantos regalos en una sola noche. Que un examen de historia no era el fin del mundo y si se le ocurría cambiarlo, a la historia la iba a tener que hacer él. Y que ya no le pertenecía ese mundo tan irreal, tan liviano y empalagoso, donde imposible nunca era el adjetivo de los sueños, y donde la moneda oficial era un botón.

16/7/10

Sueños de lana

A mi me enseñaron a andar en bicicleta, hacer germinadores, atarme los cordones y a comer con la boca cerrada. Pero nadie me enseño a dormir cuando tenía ganas de dormir. Nunca me funcionó eso de ponerme a contar ovejas. Y eso que lo intenté miles de veces. Probé con las blancas y también con negras y marrones. Hasta me animé con otras de colores inventados por mí, total todo era sueño. Pero un día se aburrieron de que las usen siempre para lo mismo. Entonces se negaban a aparecer o te pedían alguna remuneración a cambio.

Con corderitos también lo intenté, pero siempre les costaba saltar esa valla de madera. Entonces me tenía que tomar el trabajo (como si uno no estuviera cansado a esa hora) de bajarla un poco a ver si así podían. No había caso: se caían igual los pobres.

He recibido reproches y cartas de ovejas madres, acusándome de desconsiderado. Hubo noches de desesperación que me animé a contar ovejas esquiladas, pero son tan feas así peladas que me daba miedo quedarme dormido y tener pesadillas. También las conté en otros países. Pero cada vez que empezaba a enumerar en otro idioma me perdía y ahí se quedaban, mirándome con esa cara de, esperando que yo avanzara hasta que se aburrían y se iban a otro sueño.

15/7/10

Dialocos

- Centro médico, buenos días.

- Buen día señorita. Quería sacar turno con un médico.

- Si, dígame qué especialidad.

- No se lo puedo decir.

- ¿Pero qué tipo de problema tiene?

- Es…un problema personal.

- ¿Suyo o con el médico?

- Un problema personal mío.

- Entiendo… pero acá hay médicos de todas las especialidades.

- Mire, es por un tema bastante especial.

- ¿De qué tipo?

- Le diría que del tipo íntimo.

- Mire señor, necesito más detalles. Así no me está ayudando.

- Es que yo no la quiero ayudar. Quiero que usted me ayude a mí.

- Hagamos una cosa, usted dígame qué síntoma tiene, y yo le digo cuál es su problema.

- Vergüenza.

- ¿Vergüenza es un problema o un síntoma?

- Vergüenza me daría contárselo a usted.

- Eso es un problema.

- Eso lo va a decidir el médico.

- ¿Qué médico?

- No se señorita, eso dígamelo usted. Para eso estoy llamando.

- Necesito que sea más específico para poder derivarlo con el especialista indicado.

- No la conozco como para darle tantos detalles. Prefiero guardar privacidad.

- De todos modos yo no lo conozco señor.

- Pero si me da un turno, me va a conocer cuando vaya.

- Le puedo dar un turno en un horario en el que yo no esté.

- ¿En qué horario trabaja usted?

- Por la mañana señor.

- Es en el único horario que yo podría ir.

- ¿Cómo podemos hacer entonces?

- Mire señorita, me está haciendo demasiadas preguntas.

- Y usted me está dando muy pocas respuestas.

- Yo sólo quiero un turno con un médico.

- Bueno pero…

- …y que sea por la mañana!

- Señor le pido que se tranquilice.

- ¡Me voy a tranquilizar cuando me de un turno con un médico! Y ya me hizo subir la presión. ¡Ay, por favor! Un médico. Urgente. Señorita, mándeme un ambulancia…

5/7/10

Hipérbaton de noticias

La prostitución es una forma de violencia sexual
que prostituye a los sexos por formas de violencia
Sexo violento, prostitución de forma
Violencia sexy con forma de prostitución
Prostitutas asexuadas formadoras de violencia
Violadores de formas
prostitutos del sexo
Formadores de violencia y de prostitutas
que no saben que prostituirse es la forma de violar al sexo
La prostitución sin sexo está perdiendo forma
Violá. Sexá. Prostitutá
Formá

La leyenda del señor Z

La casa del señor Z era así. De afuera no te decía nada, porque para eso había que entrar. Y para hacerlo, la única condición innegociable, era dejando algo que fuera tuyo y que tuviera mucho valor. Si no, nadie volvía a poner un pie ahí adentro. Pero ese algo tenía que ser único. Algo que te hubiera costado horas de sufrimiento y sudor. Algunos pedantes creían que con dinero iban a entrar y salir como si estuvieran en su casa. Pero todo aquel que no aportara un mísero verso, un poema, o un verbo sujeto y predicado que predicara sujetos verbales, con el señor Z no iba a poder negociar.

Jamás quedó muy claro y nadie sabía si realmente el señor Z vivía ahí, porque siempre llegaba después que sus alumnos. Tampoco se sabía de donde venía, porque siempre lo hacía por una esquina diferente. Su llegada a Espacio Anónimos (así se llamaba a la casa) era una especie de ritual. Aparecía todas las noches de lugares distintos, como si hubiese estado jugando a las escondidas por las calles de Balvanera. Lo llamativo, sobre todo para sus alumnos, era que siempre que estaba por meter la llave para abrir, alguien del lado de adentro lo hacía por él. Cada tanto Z lo nombraba como el señor A, pero nadie le daba importancia. Después de todo, se rumoreaba que Z estaba un poco loco. Hasta se llegó a comentar entre sus vecinos, que los fines de semana Z obligaba al señor A, a jugar a las escondidas con él porque sino lo echaba del Espacio Anónimos.

Un día el señor Z llegó para dar su clase. En la puerta lo esperaban (como siempre) sus alumnos, pero esta vez, cuando quiso meter la llave para entrar algo se lo impidió. Sacó la llave y la miró para comprobar que fuera la indicada. Lo era. Así lo demostraba la etiqueta con las siglas del lugar. Se dice que el señor A había trabado la puerta con una doble RR gigante. Afuera quedaron Z y los alumnos, que esperaban en la puerta con sus bolsos llenos de poemas y relatos.
Los que estuvieron esa noche dicen que entre Z y A hubo insultos de todo tipo y que no se ahorraron letras para decirse de todo. Que desde adentro, A decía que no pensaba irse, porque ese lugar le correspondía y se justificaba diciendo que él había llegado primero y que por algo era el señor A.
Los alumnos de Espacio Anónimos vieron cuando el señor Z fue a hacer la denuncia a la comisaría. Pero parece que su historia no conmovió a ningún oficial, y le dijeron que no podían hacer nada. Que la institución no iba a involucrarse en problemas de abcedarios.

Desde aquella noche sus alumnos andan por la ciudad buscándolo. De la casa, lo último que se supo es que el señor A truchó los papeles, la demolió y construyó una casa alpina. No se supo bien donde durmió la noche del desalojo el señor Z. Pero nadie duda que se haya abrigado con las letras de algún diario viejo y haya soñado con alguna hoja en blanco.

1/6/10

El tapial de la Vieja Aurora

Jugar a la pelota en el campito del barrio del hospital, era jugarse la vida. Sí, así como están leyendo. Y no estoy hablando de perder la vida metafóricamente, como siente uno cuando erra un cabezazo debajo del travesaño. Ni siquiera, mirá lo que te digo, de arriesgarse la reputación de futuro crack ante la prensa local, por tirar una rabona cuando tu equipo va ganando once a cero. No hermano. Estoy hablando de morirse en serio. De dejar de respirar. Pum. Desaparecer de la faz de la tierra.

Fifo, Rúben, el Cofla, Maurito, Wenses, el sobrino de Fabricio y el Jano, cualquiera de ellos podría salir de testigo para que no anden batiendo que soy un chamuyero. Pero hoy ninguno está con nosotros. Y todos alguna vez jugaron en la canchita del barrio del hospital.

Se dice que todos desaparecieron en circunstancias parecidas. Lo que siempre se comenta es que todos los que ya no están, tuvieron que saltar el tapial de la casa de la Vieja Aurora a buscar alguna vez la pelota. Estas desapariciones, obviamente no ocurrían cada vez que la pelota cruzaba el maldito tapial, porque sino no quedarían más pibes en el barrio. Y por lo tanto estaríamos hablando del único barrio del país donde no se juega a la pelota.

Para los que nunca escucharon hablar de Aurora, era la vieja que cuidaba la casa del finado Zarate, hombre muy ligado a la política provincial, y uno de los fundadores del Tiro Federal del pueblo. Se dice que la vieja truchó los papeles para quedarse con la propiedad. Desde que Zarate murió, nadie más entró a esa casa. Salvo ella y su quichicientos gatos mugrientos. Muy pocos la pudieron ver alguna vez. Sólo aquellos que cruzaron el tapial y tuvieron la suerte de volver. Aseguran que tenía una joroba horrible. Algunos creen que era de tanto andar agachada enterrando las pelotas que volaban desde el campito. Otro comentan por lo bajo que la Vieja Aurora los mataba y se los comía, y que por eso su joroba crecía enormemente.

¡Salimooo! - fue lo último que se le escuchó decir a Fifo mientras reventaba la pelota en lugar de salir jugando, dándole el pase al pie a un compañero. Todos miraron al cielo siguiendo la de gajos que se perdía entre las nubes, para ir derechito a la casa de la Vieja Aurora. Todos miraron a Fifo como sabiendo que era la última vez que lo veían, tratando de mirarlo mucho por si no volvía del otro lado del tapial. A pesar de que Fifo no volvió, el partido tuvo que terminarse porque había mucha plata y cajones de cerveza en juego. Además no quedaban fines de semana libre para terminarlo por el tema de las fiestas y después ya venían los corsos y se complicaba.

Del caso de Fifo ya van a ser cinco años el veinte de diciembre. Es el día de hoy, y te lo juro porque me caiga muerto acá, que a pesar de todo se sigue jugando al fútbol en esa canchita. Y lo curioso, es que cada día salen mejores jugadores. No se si será por ese mito que anda dando vueltas, de que todos los que desaparecieron fue por reventar la pelota a lo de la Vieja Aurora, en lugar de salir jugando. Pero hoy en el campito del barrio del hospital, cada vez se juega más lindo al fútbol. Mirá que la canchita casi no tiene césped y está lleno de pozos. Pero si vieras cómo el arquero sale jugando con el central, y éste la pisa y con la pera levantada se la da redondita al cuatro, que de primera la toca para el volante central y enseguida le pasa por la espalda picando al vacío para buscarla nuevamente, y amaga que va a tirar el centro pero levanta la cabeza, y ve que viene entrando el siete por la otra punta, y le hace un cambio de frente perfecto, que el siete la baja como cuando uno intenta agarrar una burbuja con la mano para que no se le reviente, y queda mano a mano con el arquero rival que le sale, pero el siete le amaga para acá y ahora le quiebra la cintura para allá desparramándolo como si fuera un títere al que le cortaron los hilos, y ahí queda de frente al arco vacío lleno de gloria para darle un pase suave, una caricia a la red que se infla orgullosa a pesar del gol en contra, abrazándose con ese puñado de hinchas que gritan desaforados contra el alambrado.

31/5/10

Diccionario para desconfiar

Si no sabés el significado de alguna palabra o si no sabés cómo se escribe, este no es el lugar para despejar esas dudas. Ahora, si estás decidido a hablar y a escribir como a vos se te antoje, llegaste al lugar indicado.

Escoba arenosa

Su función es ensuciar. Cada pasada de la escoba arenosa deja interminables caminos de suciedad. Muchas fanáticas de la limpieza terminaron poniendo balnearios en sus casa debido a la cantidad de arena que habían acumulado. Durante el siglo pasado se utilizaba como método de tortura para las amas de casa. En este también.

Broche de letras

Expresión utilizada para aquellas personas que le escriben mensajes de amor a sus vecinas con los broches de tender la ropa. “Le mandé un broche de letras a la del 2B”. Los broches se unen de manera que formen frases de fácil lectura para cualquier persona. Hoy ha quedado en desuso debido a la aparición de los celulares, aparatos que permiten enviar mensajes de texto a mujeres que pueden estar en pisos más altos que el 2B, y hasta en otros edificios.

Olor apajarado

Olor indefinido que proviene de la imaginación. Tiene la particularidad de volar y perseguir a las personas a las que los olores no les traen ningún recuerdo. Pueden ocasionar mareos y vómitos. Aquellos que lo huelen más de una vez en la vida pueden llegar a morir asfixiados.

Alfombra comedora

Si algo cae sobre ella, algo desaparece. Pueden ser migas, relojes y hasta recuerdos imborrables. A pesar de comer de todo no engorda nunca, evitando así deformaciones que harían que los distraídos se tropiecen. En épocas de pocas migas, puede llegar a comer personas; preferentemente niños. Se cree que esta es una de las razones por las que en el mundo cada vez menos madres dejan a sus hijos jugar al dominó sobre la alfombra.

Rueda pegajosa

Rueda utilizada por aquellas personas que viajan mucho, pero tienen mala memoria para recordar al camino de vuelta. La gran desventaja es que si la rueda se pincha, automáticamente desaparece todo el camino acumulado haciendo que el conductor se pierda. Hoy en día se llevan registrados novecientos cuarenta y siete conductores que no han regresado a su hogar.

Cuadro acolchonado

Considerada la obra de arte más placentera del mundo. Aquellos que la miran sienten un extraño cosquilleo en todo el cuerpo hasta hacerlos dormir. Ideal para aquellos que sufren de insomnio. Hasta el día de hoy no se conoce al autor.

Jabón telefónico

De procedencia china. Ideales para charlas pomposas. Desde su lanzamiento al mercado tuvieron mucho éxito entre aquellos que trabajan desde su casa. Previenen hongos y llamadas no deseadas. Evitar usarlo mientras uno se enjabona las axilas porque puede genera interferencias en la comunicación.

23/5/10

Las cosas importantes no son cosas

Cuando a Lucas le detectaron maldeamores, sabía que mucho más no iba a vivir. Las estadísticas de aquellos que lo habían padecido, no eran muy alentadoras. Los médicos eran muy poco optimistas ante semejante diagnóstico y todos los tratamientos eran muy costosos. Era un caso extraño el de Lucas: un tipo muy querido, pero que no era amado. Le resultaba muy difícil explicar lo que sentía, porque el corazón es un lugar aparte que ni el dueño es capaz de gobernar.

Ante las pocas posibilidades de curarse con medicina tradicional, consultó brujas, videntes y hasta un custodiador de abrazos. Pero el custodiador no tenía ninguno para él, ni siquiera uno de consuelo. Le resultaba triste saber que la única manera de curarse era conociendo al amor de su vida y no estaba dispuesto a mendigar por amor. Su orgullo no se lo permitiría. Entonces llamó a viejos amores, pero ya todos tenían uno nuevo. Visitó bares, caminó parques y hasta fue al cine en busca de algún final feliz. Lucas ya se había resignado ante la resignación.

Una noche que se había hecho mañana, Lucas estaba entrando a su casa abrazado a una borrachera, cuando vio al cartero meter unos sobres en el buzón de su edificio. Aunque no esperaba ninguna carta, agarró un sobre y entró a su casa. Mientras lo abría, las manos le temblaban y la transpiración iba corriendo la tinta que descansaba sobre los renglones. La olió y descubrió que era una carta de amor que venía desde muy lejos, porque ya casi no tenía olor a perfume. No supo si era por el alcohol, pero apenas empezó a leerla le cayeron unas lágrimas. Entonces la volvió a leer y volvió a llorar. Esa noche pudo dormir mejor que las anteriores.

Al otro día, cuando se despertó y vio la carta arrugada entre las sábanas, supo lo que tenía que hacer para curarse. Porque si no era posible ser amado por una sola persona, entonces iba a ser amado por todas.

Se tomó el primer colectivo que pasó sin pensar a donde iba, y se bajó en un barrio alejado al suyo. El plan era muy simple: donde un cartero dejaba una carta, él se la robaba. Llegó a juntar de a cientos por día. Y si no eran de amor, se tomaba el trabajo de devolverlas. No aguantaba la hora de volver a su casa y tirarse en la cama a leerlas. Hasta se animó a responder algunas. A veces elegía el barrio según la carta que quería recibir. Las más apasionadas las encontraba caminando por las calles del sur; Pompeya no fallaba nunca. Y para las más cursis, esas que dan vergüenza ajena pero que todos alguna vez escribimos, recorría algún barrio del oeste.

Empezó a sentirse mejor y su corazón ya no le dolía tanto. A medida que a la gente le desaparecían sus cartas, a Lucas le desaparecía la sensación de vacío que sentía en el pecho. En ningún momento tuvo miedo que lo detuvieran aunque a veces cuando veía parejas discutiendo en la calle o en algún café, por un momento se sentía culpable. Sin embargo enseguida se olvidaba y seguía caminando en busca de algún buzón. Al final de cuentas, estaba robando por amor y por salvar un corazón.

28/4/10

Nadie sabe qué pasó

La vió subir al tren y enseguida la firpó de arriba a abajo. Ella notó que le habían quepiado los quefros y se hizo la frotulada rostirándose contra la gelada, mirando no se qué.

Sus quefros no podían quedarse farelos y cada tanto merlaba por el garlopo del tren a ver si él seguía ahí. Los dos trataban de mifurpear, como si alguno de los otros márgolas que viajaban en el tren hubieran notado que ellos querían regomarse la prótula. Buscaron la manera de groparse haciéndose los disimulados. Ella se ferpoló hacia la váfola donde él estaba: el ni se japió. Llegaron a una quefrada y se firpearon a ver si alguno se frogaba del tren. Pero la váfola se cerró y los dos quedaron ahí, fema a fema durante unos cinco esgalos hasta que él le cafó la marfena delante de todos los márgolas y le pinagó la goquefa hasta meterle la nipogue en su arcofa. Ella se entregó a la fureca y empezaron a rufarse, chocándose a todos los márgolas, mirocándose sin afor de vagón en vagón, atravesando todas las alefas. Una señora los miró con ogre, pero ellos ni la afizaron. El guarda quiso pararlos y pedirles el feco pensando que se hacían los liques para no pagar, pero le dio tanto calión que los dejó.

La ciudad se iba alejando y ellos estaban cada vez más fremados, rozándose las mirulas que chorreaban como babas de ópulas en celo. De pronto el tren zancró y las váfolas se abrieron. Habían llegado. De un esgalo a otro todos los márgolas habían desaparecido y los garlopos quedaron vacíos de aire. Volvieron a encontrarse y se vieron hasta la profundidad de los quefros, sabiendo que su viaje había terminado.

22/4/10

Cicatriz

Lo abandonaron de amor. Las esquirlas del corazón le fueron atravesando cada parte de su cuerpo hasta que murió desangrado.

28/3/10

Noches de estreno

Basta que alguna se despierte y se prenda para que las demás, de celosas que son, empiecen a florecer una al lado de la otra. Uno puede imaginarlas desperezándose y estirándose mientras se despegan y se arrancan el sueño de la cara.

La función acaba de comenzar y parece que habrá lugar suficiente para todas. Pero entre parpadeo y parpadeo se van sumando, y si te atrevés a parpadear otra vez más, la suma se multiplica y cómo te lo digo. El desierto negro parece cada vez más chico, y las últimas en llegar van pidiendo permiso porque ninguna se quiere perder el espectáculo. Cada tanto alguna caída del catre, aparece con su cola larga y blanca, coqueteando fugazmente, mirando a las demás desde arriba lo que ya se ve desde arriba. Aunque tengan millones de años, se niegan a envejecer. Y viven como adolescentes que se despiertan cuando todo el mundo está calentando la sopa para irse a dormir. No tienen valores pero están llenas de sentimientos, y si se enamoran juegan a regalarse cosas que no brillan. Desde lejos parecen pedacitos de algodón, pero acercarse a ellas sería imposible porque uno se pincharía las manos con sólo acariciarlas. Nadie sabe si hablan. Tampoco hace falta porque nadie las escucharía. Pero ellas se enorgullecen de saber que fueron musa de esas canciones que nunca dejaremos de oír.

Ahora sí, el cuadro se va pintando y parece que ya están todas. Cada una en el mismo lugar de siempre, el mismo de todos los días desde que existen los días. Sin embargo, a la hora de hacer una escala en nuestro camino al cielo, la elegida será una. Solo una.

1/3/10

La vida de a dos

Apenas se casaron, Teresa y Ernesto hicieron un pacto con la muerte: le pidieron no separarse nunca más. A cambio, la muerte les exigió la inmortalidad. Aceptaron enseguida y volvieron a su casa con la felicidad y la tranquilidad de saber que iban a estar juntos para siempre.

Hoy llevan veintinueve años de casados. Hace tiempo que Teresa dejó de plancharle las camisas a Ernesto. Él ya se olvidó del día del cumpleaños de Teresa. Duermen en cuartos separados y se turnan para desayunar en la cocina. Teresa y Ernesto están condenados a vivir juntos eternamente. Hasta que la muerte los separe.

25/2/10

Estrella

No se sabe muy bien cómo fue. Pero una tarde de un domingo tan domingo, donde el gris invadía la ciudad y parecía que había echado al resto de los colores para que todo fuera más triste, una estrella apareció en su habitación mientras ella dormía. Algunos creen que fue el viento. Otros, que un avión que volaba hacia un país desconocido cortó el hilo del que colgaba con una de sus alas. Y los más locos aseguraban que cada millones de años, cuando el planeta madura, se sacude y deja que caigan sus estrellas como si fuesen manzanas.

Por un segundo, todos los habitantes de la ciudad quedaron encandilados. Pero antes de ser descubierta, la estrella voló hasta llegar a la ventana de la habitación de la chica. Dicen que era la estrella más grande de todo el universo. Por eso nadie entiende cómo entró en su habitación que estaba llena de muñecas y ropa y peluches y zapatos y almohadones grandes y almohadones más chiquitos y sueños y crayones y pinceles y un montón de cosas que no sabía si le gustaban, pero que las guardaba por si un día le llegaban a gustar. Lo primero que hizo cuando la vió al lado de su cama, fue mirarse al espejo y descubrir la sonrisa más grande que alguna vez su boca había dibujado. Enseguida corrió a cerrar la puerta para que nadie supiera lo que había en su habitación. Era su tesoro. Pensó que podía estar soñando, entonces por las dudas ni se pellizcó. La estrella era de colores y si la tocaba se le hundía un poco el dedo. No veía la hora de ir al otro día al colegio y contarle a sus compañeritas. Se quedó contemplándola durante toda la tarde hasta que finalmente se durmió.

Cuando se despertó al otro día, la estrella ya no estaba. La buscó desesperada por toda su habitación, hasta que se dio cuenta que por su tamaño tendría que verla a simple vista. Lloró como tiene que llorar una chica que pierde una estrella. Iba a preguntarle a su mamá y a sus hermanos, pero tenía miedo de que se burlaran. Durante varias noches miró al cielo desde su ventana a ver si la encontraba, pero eran todas iguales. Hasta pensó en ir a un astrólogo, pero con las monedas que habría en su alcancía no le iba a alcanzar para pagarlo.

Jamás le contó a nadie lo que pasó ese domingo por la tarde. Pero desde ese día, para ella los domingos ya no son tan tristes si piensa en estrellas.

Dicen que cada vez que alguien lea esta historia, va hacer que la estrella se aparezca otra vez en la habitación de la chica. Para que ella la pueda seguir. Para que ella pueda ser feliz.

24/2/10

Alicia

Los nervios se iban distendiendo con los aplausos del público. Los músculos se avisaban entre sí que ya podían relajarse. El creciente murmullo se fue transformando en la palabra fabuloso, hasta perderse en la espuma del mar y de las copas.
Toda la tensión que él había acumulado las semanas previas a la presentación de su obra, iba desapareciendo para darle lugar a una noche perfecta. El lugar que había elegido, no era al azar. Y encontrarlo le llevó casi tanto trabajo como sentir que su obra estaba terminada. Era un perfecto perfeccionista inconformista. Dejarse llevar por el instinto era cosa de mediocres. Mezclados entre los invitados estaban todos los que tenían que estar. Los que le habían dado sentido a esa historia y que de alguna manera eran responsables de lo que estaba sucediendo. Si uno se abstraía y miraba la situación desde afuera, podía sentir que todos estaban a gusto y que no había nada forzado. Los ambientes no ocultaban la intención decorativa y la vista general definía una estética un poco sobria, muy armónica, nunca extravagante, a veces modesta, siempre amable.
Que el cocktail fuera un domingo, tampoco era casual. Más bien parecía escrito, y era lo único que uno podría decir que estaba forzado de esa noche. No fue su instinto el que se lo dijo, pero él sabía que ella se iba a presentar.

Había llegado a la ciudad el día anterior y había reservado un cuarto de hotel. Después de registrarse con el nombre de Alicia Luna, subió a su habitación. Aunque no llevaba equipaje, le dio propina al botones y le dijo que si preguntaban por ella, respondiera que nunca se registró nadie con ese nombre.
Enseguida se acostó y trató de descansar. Pero la atormentaba pensar en el hecho de estar ahí y que al fin se iba a encontrar con él, que era tan parte de ella. Dio vueltas en la cama y como no pudo dormir, decidió salir a dar un paseo. La ciudad no le gustaba. No se sentía parte. Hubiese preferido un lugar un poco más triste. Mar del Plata en cambio, es una ciudad soñada, concebida con el mismo rigor que un monumento o un palacio. Hacía frío y pensó que una copa de vino tinto podía ayudarla a encontrar un poco de tranquilidad. Ya sabía lo que iba a pasar al día siguiente; lo que no sabía era cómo iba a reaccionar al verlo. De repente, a través de la vidriera, lo vio salir de una tienda con una caja bajo el brazo y lo reconoció en el acto. Le pareció extraño verlo ahí y dudó, pero recién había tomado un sorbo de su copa de vino. No entendía qué podía estar haciendo él en ese lugar, porque jamás le había mencionado una escena así. ¿O ella no lo recordaba? Quizás para el momento de esa escena ella ya estaría muerta. Le pagó al mozo sin preguntar cuanto debía y volvió al hotel más confundida de lo que se había ido. Subió las escaleras corriendo, abrió la puerta de su habitación y se tiró en la cama a llorar. No entendía muy bien por qué. Tal vez intuía el final. Se quedó dormida entre sábanas y lágrimas y recién se despertó al otro día. Cuando miró el reloj, se dio cuenta que sólo faltaba una hora para la presentación.
Se baño rápido. Se puso la ropa que tenía que usar esa noche. Se fue del hotel sin avisar que nunca más volvería. Paró un taxi y le mostró al chofer un recorte del diario donde informaba que esa noche Alfredo Puente presentaría su última novela. El taxista murmuró algo inentendible. Esta escena hubiese sido más dramática bajo la lluvia, pero era un otoño muy seco.

No llegó tarde, pero los invitados ya estaban todos ahí. Nadie la miró mientras avanzaba hacia Alfredo, pero ella sentía que todos la reconocían. Cuanto más se acercaba a él, más rápido le latía el corazón, pero más lentos se hacían sus reflejos. Tanto que cuando él la vió, ella se frenó de golpe. Alfredo se había enterado de su vuelta y estaba completamente fuera de si, aunque se mostraba tranquilo charlando con otras personas que completaban la escena. Terminó de tragar un canapé, se limpió las manos con una servilleta de papel y mientras tomaba de un trago su champagne, sacó la pistola y le disparó en el medio del pecho, justo donde había más angustia. Ninguno de los presentes se sorprendió. Nadie se dio cuenta de que estaban todos manchados con sangre, porque el final de Alicia ya estaba escrito hacía rato.