29/8/12

La ley primera


Se sentó en el sillón al lado de su hermano. Apenas los separaban algunos centímetros, pero en ese espacio entraban muchos años de distancia. Se ubicó a su izquierda, como si eso lo acercara más al corazón. Cada tanto hablaban, pero lo hacían sin decirse nada, dando vueltas, esquivando el deber. Si se miraban, los ojos se evitaban como cuando uno intenta juntar los imanes por el mismo polo. Oportunidades como esta habían tenido miles, pero las habían desperdiciado sabiendo que la vida se apiada de nosotros más de la cuenta.

Su mano izquierda repiqueteaba contra el sillón. Los dedos iban del meñique al índice, siempre en ese orden y se iba repitiendo a gran velocidad, como esperando una orden del cerebro. Al mismo tiempo, los pies del hermano se movían nerviosos de arriba hacia abajo, subiendo y bajando los talones, pero sin levantar la punta de los zapatos. El silencio incomodaba y no había nada para romperlo y hacerlo pedazos para sacarse esa angustia atragantada. Quienes saben de desencuentros, saben que para una situación como esta, no alcanza solo con el esfuerzo físico. Se requiere de una fortaleza mental y de una concentración casi ancestral. Al reloj le sobraba tiempo y estaba ahí, esperando que los dos se hicieran cargo. Recién cuando entendieron que solo un milagro iba a hacer que sucediera un milagro, decidieron hacer algo al respecto.

Como si fuese una coreografía estudiada a la perfección, giraron sus torsos al mismo tiempo hacia el lado que estaba el otro. El envión hizo que también giraran los cuellos y así pudieran quedar cara a cara, aunque evitando mirarse. De a poco levantaron los brazos hasta la altura de los hombros ajenos. Los estiraron un poco más hasta poder llegar a la espalda del otro y con muchísima timidez, cruzarlos por detrás del cuello. Para ese momento los corazones empezaron a bombear y se turnaban para latir. Lo hacían cada vez más fuerte como queriendo despertar al resto de los órganos, para que supieran lo que estaba por pasar ahí. El frio de los huesos se iba descongelando a medida que la sangre corría por las venas. Todavía no se miraban a los ojos; faltaba un poco para eso. Ahora un archivo incalculable de imágenes se desbloqueó del cerebro y les invadió la memoria. Sintieron la necesidad de ponerse a llorar, pero para esta altura de la situación, implicaba mucho riesgo y podía interrumpir el desenlace. Sus cuerpos estaban tan cerca que podían reconocerse los olores. Se encontraron a propósito con la mirada y después de unos segundos se fundieron en un abrazo inolvidable, de esos que son tan fuertes que duelen. Pero que es un dolor dulce, un dolor que lava culpas. Un dolor arrepentido que hubiese querido volver el tiempo atrás para repetir ese abrazo por todas las veces que no lo habían hecho, vaya a saber uno por qué. Aunque a esta altura qué mierda importaba. No estaban ahí para buscar un por qué, sino un para siempre.

16/5/12

Asalto a la felicidad


Domingo de otoño. La digestión adormecía a todos anunciando que la hora de la siesta había llegado. Llovía nostalgia. Carlos ocupaba la misma mesa de siempre, en el mismo bar de siempre. Desde la ventana veía como una cortina de agua formaba barrotes como si fuesen los de una cárcel, pero ni él ni su reflejo en el vidrio intentaban escapar de ahí. No había nada mejor para hacer que hacer nada en ese lugar. Repasó el diario que había leído esa mañana como si las noticias fuesen a ser un poco mejor. Tomó otro café, pero esta vez lo pidió cortado porque a veces le gustaba volcarle el sobrecito de azúcar solo para ver cómo se hundía en la espuma. Todavía faltaba para la hora del partido pero no le quedaba otra que esperar. Habiendo tantas cosas para hacer un domingo, se lamentó que su voluntad estuviera condenada a noventa minutos de sufrimiento por un partido que jugaban otras personas que ni conocía y en otro lugar.

El bar estaba lleno de mesas vacías. Cada tanto entraba algún cliente, pero enseguida se iba otro así que no se llenaba nunca. El dueño hablaba por teléfono detrás de la barra y el mozo limpiaba una de las mesas del fondo. El aburrimiento se había apoderado del café hasta que dos chorros entraron a los gritos a asaltar la monotonía del lugar. El monólogo de los ladrones fue el de siempre. Estos tipos ni siquiera cambian el libreto, pensó Carlos.
Uno le puso el fierro en la cien al dueño y el otro encaró para la única mesa donde podía afanar. Carlos miraba la escena como si fuese un arquero que espera el mano a mano con el delantero una vez que zafó de los marcadores centrales, hasta que el chorro se le paró enfrente y le exigió la guita. Le dio lo poco que tenía, pero el delincuente agitando el arma le pedía más. En esa locura enferma e impotente de un ladrón cuando no puede llevarse todo lo que quiere y está tan jugado que no le importa absolutamente nada porque tampoco tiene nada que perder, ya que su vida es la mismísma mierda, cargó el arma, le apoyó el fierro helado en la jeta y le dijo:

-Pedazo de hijo de puta, o me das la guita o me das tu infancia!

A Carlos lo delató su rostro. Le habían encontrado el botín; su caja fuerte. En su cara le estaban robando la fortuna que había hecho durante toda su vida. Se estaban quedando con todos sus ahorros, con su plazo fijo en felicidad. Le sacaban del bolsillo las miles de horas jugadas a la pelota en la calle. Le choreaban la primera vez que se apretó una mina, sus primeras vacaciones en Mar del Plata y hasta el olor a mandarina en los recreos del colegio. Se le estaban quedando con fajos de recuerdos con los pibes del barrio y con la herencia del amor por su equipo. El chorro estaba muy nervioso, la tensión crecía pero Carlos no estaba dispuesto a resignar semejante fortuna. Conciente de que era lo último que iba a hacer en su vida, pero con la tranquilidad de que a su infancia se la llevaba con él, se paró, cerró los ojos y dejó que un balazo le reventara la cabeza. 

2/5/12

Miedo

El tipo entró a la cocina con el alma en la mano. Sin pedirle permiso, corrió la silla y se le sentó enfrente. Lo miró serio, con los ojos secos. Tenía las rodillas nerviosas y hasta se le veía el pulso. Lo primero que hizo fue pedirle que dejaran al resto afuera de todo esto. Era un asunto entre ellos dos. El miedo y él; él y el miedo; él y sus miedos.

 -No vengo de guapo-, balbuceó con un tono que literalizaba lo que decía.

 Todo lo contrario. Iba con el mismo temor con que uno enfrenta cara a cara al miedo, respirándole el aliento. Pero el miedo que sentía era tan grande que se convertía en valentía. Esa era la única razón por la que se encontraba ahí. En un segundo repasó sus cuarenta años y descubrió que después del día de su nacimiento, este era el más importante de su vida. Tenía que tomar la decisión que siempre había esperado, pero para la que no estaba preparado.

Como si el mundo estuviese pendiente de esto, dejó de girar. El reloj que colgaba de la pared miraba atento con las agujas cruzadas, olvidándose de que el tiempo dependía de él. Los ruidos se callaron y por primera vez en la vida, escucharon a los demás. Los olores se dejaron de sentir. El aire que entraba por la ventana ni siquiera respiraba para no interrumpir. Como si supiera que todos estaban esperando su descargo, el tipo le pidió a su garganta que tragara bien profundo y sin preámbulos ni arcadas, vomitó lo que sentía. Se dio vuelta de adentro para afuera y se sacudió las palabras asegurándose de no guardarse ninguna. Estaba todo sobre la mesa. No había mucho que aclarar. Solo agregó un punto esperando una respuesta del otro lado.

El miedo, que lo escuchaba atentamente, ni se inmutó. Lo miraba con sabiduría, pero mientras tanto buscaba las palabras adecuadas para devolver el golpe. Por un minuto se produjo un silencio ensordecedor hasta que por primera vez, y con esa voz que lo caracteriza, el miedo habló:

-Si cada vez que tengas que tomar una decisión importante desaparezco de tu vida, si dejases de sentirme y pudieras vivir en paz sin que te persiga como tu propia sombra hasta en la sombra, si estuvieses tan tranquilo que ya no necesitaras esconderte en el fondo de las sábanas con los ojos bien cerrados, si no temblases como la vejez por imaginarte lejos de los demás, si no tuvieses miedo por tener que barajar y dar de vuelta o si nada de todo esto te estuviera pasando, pobre de vos! Porque el día que descubras que ya no me sentís más, te vas a dar cuenta que estás acabado.

28/12/11

Te lo digo en serio

Da envidia verte reír. Te sale desde la panza con las tripas bien apretadas y pasa por las cuerdas vocales, como si fuesen un pentagrama con una clave de sol que te encandila. Cada risa tuya es la prueba irrefutable de que el alma no es invisible. Tenés la gracia de poder escupir carcajadas con la misma facilidad con la que los demás respiramos. Naciste con una risa que te multiplica los dientes y te hace desaparecer los ojos, mientras que nosotros andamos como idiotas frunciendo los cachetes como un acto reflejo cada vez que sonreís. Sos como una caja de tizas a punto de estrenarse. Dan ganas de agarrarse de tus huellas digitales para ir con vos a todos lados y que nos hagas llorar para descubrir que no sos un chiste. Te reís de la muerte para saber que seguís viviendo y sos capaz de pagar con tal de robarnos una sonrisa. Apuesto a que en este momento alguna carcajada debe estar haciendo eco entre tus huesos, tratando de llegar a la boca para escurrirse entre los dientes y salir a aturdirnos la tristeza.

22/9/11

Equis i griega zeta

"Escribir no es más que una excusa para decir cosas.”

Agarró el planeta con la mano, lo alejó un poquito para mirarlo bien y se dio cuenta de que en el mundo lo que andaban sobrando eran guerras.

Se puso a pensar que ya llegamos al siglo veintiuno, sin contar todos los antesdecristo, y todavía hay países que basan su economía en el trueque, cambiando litros de petróleo por barriles de sangre. Que algunos todavía invierten plata en guerras por el oro, mientras la paz está cada vez más oxidada. Se indignó con los que creen que el agua nunca se va a acabar, porque pueden llenar océanos con lágrimas.

Las empezó a contar y las guerras eran tantas que pudo conjugarlas: yo guerreo, tu guerreas, el guerrea y aunque no queramos, nosotros guerreamos.
En tiempos en que si uno no se desarma se desalma, proponer la paz era algo estúpido, pensó. Si la gente quiere guerras, hay que darle una nueva guerra. Pero tiene que ser una que nadie luchó hasta ahora. Una que no sangre. Que se escriba con el cuerpo, para después ser parte de los libros de historia que todavía no salieron. Una guerra de todos contra nadie. Para eso, la lucha tiene que ser por algo que realmente valga la pena, sin que valga un centavo. Se trata de defender a muerte el último recurso no renovable que queda en el mundo: el abecedario.

Se imaginaba a todos los países del mundo levantándose en armas, dejando la vida por esas veintisiete letras. Ejércitos de hombres y mujeres, sin distinción de color ni tinta, sacándole punta a los lápices. Soñaba con jóvenes empuñando lapiceras. Con abuelas dibujando banderas a mano alzada. Batallones interminables de chicos armados con crayones, luchando por el honor de los que alguna vez escribieron una poesía o una canción de amor. Todos dejando la vida por hache o por be, atrincherándose atrás de algún teclado. Había que invalidar los telegramas de renuncia, para que nadie se rindiera durante el enfrentamiento. De ser necesario, había que tatuarse las letras para entender la importancia de cada una de ellas. Desde la primera hasta equis i griega zeta. Era la única manera de que se dieran cuenta de que es más doloroso ser analfabeto que desangrarse. De que sin la eme se acaba el amor en el mundo y así me hundo. Que si te quiero tanto y vos me querés tanto, no podríamos sobrevivir sin la te. Y mucho menos permitir que nos separen en sílabas.

Ojalá no llegue el día en que haya que pagar para escribir. Que no tengamos que usar el tesoro nacional para subsidiar palabras. Que los gobiernos no tengan que hacer campañas solidarias para ayudar a las poblaciones desnutridas de letras, mientras que algunos siguen dejando hojas en blanco.

15/9/11

Globo

De repente le dieron unas ganas terribles de volver a ser un niño. Y las ganas fueron tantas, que tuvo que soltar el globo de helio que imaginó que tenía en la mano, por miedo a salir volando.