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17/9/12
29/8/12
La ley primera
Se sentó
en el sillón al lado de su hermano. Apenas los separaban algunos centímetros,
pero en ese espacio entraban muchos años de distancia. Se ubicó a su izquierda,
como si eso lo acercara más al corazón. Cada tanto hablaban, pero lo hacían sin
decirse nada, dando vueltas, esquivando el deber. Si se miraban, los ojos se evitaban
como cuando uno intenta juntar los imanes por el mismo polo. Oportunidades como
esta habían tenido miles, pero las habían desperdiciado sabiendo que la vida se
apiada de nosotros más de la cuenta.
Su mano
izquierda repiqueteaba contra el sillón. Los dedos iban del meñique al
índice, siempre en ese orden y se iba repitiendo a gran velocidad, como
esperando una orden del cerebro. Al mismo tiempo, los pies del hermano se
movían nerviosos de arriba hacia abajo, subiendo y bajando los talones, pero sin levantar
la punta de los zapatos. El silencio incomodaba y no había nada para romperlo y
hacerlo pedazos para sacarse esa angustia atragantada. Quienes saben de
desencuentros, saben que para una situación como esta, no alcanza solo con el
esfuerzo físico. Se requiere de una fortaleza mental y de una concentración casi ancestral. Al reloj le sobraba tiempo y estaba ahí, esperando que los dos se
hicieran cargo. Recién cuando entendieron que solo un milagro iba a hacer que
sucediera un milagro, decidieron hacer algo al respecto.
Como si
fuese una coreografía estudiada a la perfección, giraron sus torsos al mismo
tiempo hacia el lado que estaba el otro. El envión hizo que también giraran los
cuellos y así pudieran quedar cara a cara, aunque evitando mirarse. De a poco levantaron
los brazos hasta la altura de los hombros ajenos. Los estiraron un poco más hasta
poder llegar a la espalda del otro y con muchísima timidez, cruzarlos por detrás
del cuello. Para ese momento los corazones empezaron a bombear y se turnaban
para latir. Lo hacían cada vez más fuerte como queriendo despertar al resto de
los órganos, para que supieran lo que estaba por pasar ahí. El frio de los huesos
se iba descongelando a medida que la sangre corría por las venas. Todavía no se
miraban a los ojos; faltaba un poco para eso. Ahora un archivo incalculable de
imágenes se desbloqueó del cerebro y les invadió la memoria. Sintieron la
necesidad de ponerse a llorar, pero para esta altura de la situación, implicaba
mucho riesgo y podía interrumpir el desenlace. Sus cuerpos estaban tan cerca
que podían reconocerse los olores. Se encontraron a propósito con la mirada y
después de unos segundos se fundieron en un abrazo inolvidable, de esos que son
tan fuertes que duelen. Pero que es un dolor dulce, un dolor que lava culpas.
Un dolor arrepentido que hubiese querido volver el tiempo atrás para repetir
ese abrazo por todas las veces que no lo habían hecho, vaya a saber uno por
qué. Aunque a esta altura qué mierda importaba. No estaban ahí para buscar un
por qué, sino un para siempre.
16/5/12
Asalto a la felicidad
Domingo de
otoño. La digestión adormecía a todos anunciando que la hora de la siesta había
llegado. Llovía nostalgia. Carlos ocupaba la misma mesa de siempre, en el mismo
bar de siempre. Desde la ventana veía como una cortina de agua formaba barrotes
como si fuesen los de una cárcel, pero ni él ni su reflejo en el vidrio
intentaban escapar de ahí. No había nada mejor para hacer que hacer nada en ese
lugar. Repasó el diario que había leído esa mañana como si las noticias fuesen
a ser un poco mejor. Tomó otro café, pero esta vez lo pidió cortado porque a
veces le gustaba volcarle el sobrecito de azúcar solo para ver cómo se hundía
en la espuma. Todavía faltaba para la hora del partido pero no le quedaba otra
que esperar. Habiendo tantas cosas para hacer un domingo, se lamentó que su
voluntad estuviera condenada a noventa minutos de sufrimiento por un partido
que jugaban otras personas que ni conocía y en otro lugar.
El bar estaba
lleno de mesas vacías. Cada tanto entraba algún cliente, pero enseguida se iba
otro así que no se llenaba nunca. El dueño hablaba por teléfono detrás de la
barra y el mozo limpiaba una de las mesas del fondo. El aburrimiento se había
apoderado del café hasta que dos chorros entraron a los gritos a asaltar la
monotonía del lugar. El monólogo de los ladrones fue el de siempre. Estos tipos
ni siquiera cambian el libreto, pensó Carlos.
Uno le puso el
fierro en la cien al dueño y el otro encaró para la única mesa donde podía
afanar. Carlos miraba la escena como si fuese un arquero que espera el mano a
mano con el delantero una vez que zafó de los marcadores centrales, hasta que
el chorro se le paró enfrente y le exigió la guita. Le dio lo poco que tenía, pero
el delincuente agitando el arma le pedía más. En esa locura enferma e impotente
de un ladrón cuando no puede llevarse todo lo que quiere y está tan jugado que
no le importa absolutamente nada porque tampoco tiene nada que perder, ya que su
vida es la mismísma mierda, cargó el arma, le apoyó el fierro helado en la jeta
y le dijo:
-Pedazo de hijo
de puta, o me das la guita o me das tu infancia!
A Carlos lo
delató su rostro. Le habían encontrado el botín; su caja fuerte. En su cara le
estaban robando la fortuna que había hecho durante toda su vida. Se estaban
quedando con todos sus ahorros, con su plazo fijo en felicidad. Le sacaban del
bolsillo las miles de horas jugadas a la pelota en la calle. Le choreaban la primera
vez que se apretó una mina, sus primeras vacaciones en Mar del Plata y hasta el
olor a mandarina en los recreos del colegio. Se le estaban quedando con fajos
de recuerdos con los pibes del barrio y con la herencia del amor por su equipo.
El chorro estaba muy nervioso, la tensión crecía pero Carlos no estaba
dispuesto a resignar semejante fortuna. Conciente de que era lo último que iba
a hacer en su vida, pero con la tranquilidad de que a su infancia se la llevaba
con él, se paró, cerró los ojos y dejó que un balazo le reventara la cabeza.
2/5/12
Miedo
El tipo entró a la cocina con el alma en la mano. Sin pedirle permiso, corrió la silla y se le sentó enfrente. Lo miró serio, con los ojos secos. Tenía las rodillas nerviosas y hasta se le veía el pulso. Lo primero que hizo fue pedirle que dejaran al resto afuera de todo esto. Era un asunto entre ellos dos. El miedo y él; él y el miedo; él y sus miedos.
-No vengo de guapo-, balbuceó con un tono que literalizaba lo que decía.
Todo lo contrario. Iba con el mismo temor con que uno enfrenta cara a cara al miedo, respirándole el aliento. Pero el miedo que sentía era tan grande que se convertía en valentía. Esa era la única razón por la que se encontraba ahí. En un segundo repasó sus cuarenta años y descubrió que después del día de su nacimiento, este era el más importante de su vida. Tenía que tomar la decisión que siempre había esperado, pero para la que no estaba preparado.
Como si el mundo estuviese pendiente de esto, dejó de girar. El reloj que colgaba de la pared miraba atento con las agujas cruzadas, olvidándose de que el tiempo dependía de él. Los ruidos se callaron y por primera vez en la vida, escucharon a los demás. Los olores se dejaron de sentir. El aire que entraba por la ventana ni siquiera respiraba para no interrumpir. Como si supiera que todos estaban esperando su descargo, el tipo le pidió a su garganta que tragara bien profundo y sin preámbulos ni arcadas, vomitó lo que sentía. Se dio vuelta de adentro para afuera y se sacudió las palabras asegurándose de no guardarse ninguna. Estaba todo sobre la mesa. No había mucho que aclarar. Solo agregó un punto esperando una respuesta del otro lado.
El miedo, que lo escuchaba atentamente, ni se inmutó. Lo miraba con sabiduría, pero mientras tanto buscaba las palabras adecuadas para devolver el golpe. Por un minuto se produjo un silencio ensordecedor hasta que por primera vez, y con esa voz que lo caracteriza, el miedo habló:
-Si cada vez que tengas que tomar una decisión importante desaparezco de tu vida, si dejases de sentirme y pudieras vivir en paz sin que te persiga como tu propia sombra hasta en la sombra, si estuvieses tan tranquilo que ya no necesitaras esconderte en el fondo de las sábanas con los ojos bien cerrados, si no temblases como la vejez por imaginarte lejos de los demás, si no tuvieses miedo por tener que barajar y dar de vuelta o si nada de todo esto te estuviera pasando, pobre de vos! Porque el día que descubras que ya no me sentís más, te vas a dar cuenta que estás acabado.
-No vengo de guapo-, balbuceó con un tono que literalizaba lo que decía.
Todo lo contrario. Iba con el mismo temor con que uno enfrenta cara a cara al miedo, respirándole el aliento. Pero el miedo que sentía era tan grande que se convertía en valentía. Esa era la única razón por la que se encontraba ahí. En un segundo repasó sus cuarenta años y descubrió que después del día de su nacimiento, este era el más importante de su vida. Tenía que tomar la decisión que siempre había esperado, pero para la que no estaba preparado.
Como si el mundo estuviese pendiente de esto, dejó de girar. El reloj que colgaba de la pared miraba atento con las agujas cruzadas, olvidándose de que el tiempo dependía de él. Los ruidos se callaron y por primera vez en la vida, escucharon a los demás. Los olores se dejaron de sentir. El aire que entraba por la ventana ni siquiera respiraba para no interrumpir. Como si supiera que todos estaban esperando su descargo, el tipo le pidió a su garganta que tragara bien profundo y sin preámbulos ni arcadas, vomitó lo que sentía. Se dio vuelta de adentro para afuera y se sacudió las palabras asegurándose de no guardarse ninguna. Estaba todo sobre la mesa. No había mucho que aclarar. Solo agregó un punto esperando una respuesta del otro lado.
El miedo, que lo escuchaba atentamente, ni se inmutó. Lo miraba con sabiduría, pero mientras tanto buscaba las palabras adecuadas para devolver el golpe. Por un minuto se produjo un silencio ensordecedor hasta que por primera vez, y con esa voz que lo caracteriza, el miedo habló:
-Si cada vez que tengas que tomar una decisión importante desaparezco de tu vida, si dejases de sentirme y pudieras vivir en paz sin que te persiga como tu propia sombra hasta en la sombra, si estuvieses tan tranquilo que ya no necesitaras esconderte en el fondo de las sábanas con los ojos bien cerrados, si no temblases como la vejez por imaginarte lejos de los demás, si no tuvieses miedo por tener que barajar y dar de vuelta o si nada de todo esto te estuviera pasando, pobre de vos! Porque el día que descubras que ya no me sentís más, te vas a dar cuenta que estás acabado.
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