18/4/11

El color de la libertad

¡Te vas en penitencia al cuarto! ¡Y ni se te ocurra salir en toda la tarde!

Esas fueron las últimas palabras que Julián escuchó de su tía Aidé.
Él la miró con ocho años de odio, todos juntos, y sin abrir la boca ni hablar una sola palabra, le dijo todo lo que sentía. Que sus padres lo mandaran a su casa a pasar los sábados porque ellos no podían cuidarlo, no le daba ningún derecho a esa vieja de porquería a ponerlo siempre en penitencia. Y mucho menos por una pavada como esa.

Dio un portazo que retumbó en toda la casa. Entró al cuarto y fue directo a pararse en el rincón. Se sintió un estúpido. Pensó en llorar, pero se guardó las lágrimas para otro día porque no le pensaba dar el gusto a su tía. Aunque tampoco iba a quedarse de brazos cruzados.

Julián abrió un placard donde encontró una cartuchera llena de crayones. Agarró un cuaderno con apuntes de tejido y empezó a dibujar. Nada de lo que hacía le gustaba, entonces iba arrancando las hojas hasta que se quedó sin papel. Con el cuerpo apoyado sobre el escritorio y el brazo estirado, arrastró todo lo que había encima para seguir dibujando sobre la madera. Cuando en el escritorio ya no quedó más espacio, se pintó la ropa. Necesitaba seguir dibujando, y decidió que tenía que bajar al piso. En el camino dibujó la silla, sus zapatos y el aire. Corrió la cama: no pensaba dejar ni una maderita del parquet en blanco. Dibujó rayuelas pero nunca pudo llegar al cielo. Se metió en el placard, rayó los cajones, el espejo, las camisas, las medias y la moda. Ni miraba lo que hacía. Solo se dejaba llevar por las líneas que hacían los crayones. Cada tanto cerraba los ojos y respiraba fuerte porque le encantaba el olor pastoso de los colores. Los primarios se transformaban en secundarios. Los azules dejaron de ser fríos. Los negros aclaraban y el rosa cambió de sexo. No llovía con sol, pero en el cuarto había cientos de arco iris. Ya se había olvidado de su tía y de lo mucho que odiaba los sábados.

De repente, Julián se vio parado en el centro de la habitación. Miró para todos lados y se encontró con que ya había pintado casi todo. Solo quedaba la pared. Estaba frente a la hoja en blanco más grande del mundo y no iba a desaprovechar esa oportunidad. Casi sin pensar en lo que iba a dibujar, su mano izquierda eligió un crayón verde. Hizo un rectángulo con forma de ventana, más o menos del tamaño de su cuerpo. Le dibujó unos marcos de madera y pintó unos vidrios de color transparente. Ahora agregó una cortina. Había hecho una traba, pero con la goma la borró para poder abrirla. Sintió un aire fresco que entraba y le daba en la cara. Cuando la cortina se movía un poco, se filtraba un rayo de sol con olor a tierra mojada. Se dio vuelta y miró como todo el cuarto estaba pintado. Esa imagen era el contraste más lindo que existía con su tía.

Solo faltaba un detalle. Como no llegaba hasta la ventana, agarró un crayón de color madera para que fuera bien resistente y dibujó un banquito debajo de la ventana. Ahora sí, con mucho esfuerzo y torpeza pudo trepar. Corrió la cortina, abrió bien la ventana y desapareció para siempre de la casa de su tía Aidé.

1/4/11

Con tinta en las venas

Fue alrededor de las cuatro de la madrugada en el medio de un terrible insomnio, de esos que parecen un sueño.

Harto de si mismo, se levantó y caminó hasta su escritorio. Abrió su cuaderno, agarró una lapicera y mientras esperaba a que los bombazos de sangre que marcaban el pulso se fueran distanciando unos de otros, trató de escribir algo para calmarse. Pero no supo qué. Quiso pensar pero se olvidó cómo se hacía.

Antes de que la locura lo dominara, se paró y fue corriendo hasta el baño a enfrentarse al espejo. Cuando se miró no vio nada: el espejo decía menos o tanto como su hoja en blanco.

Era tal la desesperación que llegó a pensar en asaltar a alguien de la calle para robarle una idea. Pero antes de traicionar sus principios, prefería matarse. No hubiese podido decir lo que le pasaba porque de repente sintió que había dejado de sentir. Tenía que encontrar algo. Hurgar en su interior. Por eso abrió bien grande la boca y se metió la mano como queriendo llegar hasta los huesos. Los dedos se le enredaron con las cuerdas vocales. Entonces siguió con la piel. Empezó despegándosela de a poco. Y cada vez más fuerte, como si fuese una camisa. Luego se la arrancó con la misma desesperación con la que uno abre un regalo de cumpleaños. No le importó que el piso del baño se ensuciara con sangre porque al otro día iría la empleada y lo limpiaría. Cuando ya toda su piel estaba para afuera, con mucho cuidado se quitó los ojos y los apoyó sobre el lavatorio cosa de no perderlos de vista. Después se arrancó el pelo, la nariz y los dientes. Siempre creyó que tenía lindas orejas así que se las dejó. Se sacó la vergüenza, la gordura, el miedo, los complejos, la angustia, el sexo. Quería encontrar algo, así que no podía rendirse. Se metió el dedo en el ombligo hasta que lo agrandó bien y pudo abrirse al medio. Con una mano buscaba y con la otra iba sosteniendo los órganos para que no se cayeran al piso; después iba a ser complicado poner a cada uno de vuelta en su lugar. Como en la panza no encontró nada, se abrió bien el tórax, tomó un poco de aire, corrió los pulmones y llegó al corazón: seguía latiendo. Tuvo que sentarse en el inodoro por la emoción.

Luego de unos minutos se reincorporó. Se miró al espejo así con el corazón abierto. Entonces se lo arrancó. Lo sujetó bien fuerte y se fue corriendo hasta su escritorio dejando los restos de si mismo en el baño. Se sentó nuevamente frente al cuaderno y apoyó el corazón con mucho cuidado sobre la hoja en blanco. Agarró una lapicera y con toda su fuerza lo atravesó dejándolo clavado ahí para siempre.

Ahora sí puede ir a dormirse en paz con la tranquilidad de saber que está vivo y que podrá seguir escribiendo.