31/8/10

Besando la lona

Tarde nublada de domingo en algún café de Paris. Era el día del combate. Aunque la cita estaba arreglada para las cuatro, él llegó antes. Un poco por su ansiedad y otro tanto para verla llegar. Eligió una mesa contra la ventana y mientras la esperaba, jugaba a adivinar cómo estaría vestida. La imaginó de mil maneras, abrigada con diferentes colores, le diseñó trajes que nunca había usado y hasta le inventó peinados imposibles. Pero cuando la vio entrar lo que mejor le quedaba era su gran sonrisa; la misma de siempre.

Era la primera vez que se sentaban enfrentados y los separaba algo más que una mesa. A pesar de haberse visto tantas veces, las miradas eran incómodas. Por suerte el mozo y su protocolo, se acercaron en el momento en que los nervios comenzaban a adueñarse de la situación. Pidieron cerveza y hablaron de temas intrascendentes. Ella comentó que le llamaba la atención que casi todos los mozos eran estudiantes de sociología; él se quejó de que su insomnio no sólo no lo dejaba dormir, sino que además le impedía soñar. Iban dando vueltas en círculos como entrando en calor, casi como esquivando el tema. Ninguno se animaba a tirar la primera frase ni mostraba su estrategia. Hasta que de repente sonó la campana y tuvieron que salir de sus rincones a exponer su defensa. Los primeros golpes eran suaves y medidos. Como caricias, pero de esas que igual lastiman. Se respetaban mucho porque se conocían bastante. El espectáculo parecía guionado y ninguno se animaba a salirse del libreto. Hubo momentos épicos, de esos en los que uno se queda esperando la repetición en cámara lenta. No había sangre pero sobraban heridas. A ella se le hinchaban los párpados cada vez que él sacaba una respuesta, y a él se le retorcía el estómago cuando ella protegía su orgullo. El público iba rotando pero las mesas estaban siempre llenas, dándole el marco que el combate se merecía. Esa tarde no hubo apuestas porque no había favoritos. Tampoco hubo aliento porque no había buenos ni malos. Cada tanto el mozo se asomaba desde la cocina para verificar que todo estuviera en orden. Ninguno quería escuchar la última campana porque sabían el desenlace. Finalmente el mozo se acercó y dejó la cuenta como tirando la toalla a favor de los dos. El combate fue a un sólo round, pero de esos que duran horas. No hubo K.O. ni puntos que repartir. Los dos habían perdido, pero algo habían ganado.

La ceremonia final fue emotiva. Caminaron juntos hasta la estación de tren y se dieron, quizás, el último abrazo. Un abrazo mucho más fuerte que cualquiera de los golpes. Se miraron a los ojos y se quedaron con unas ganas inmensas de darse un beso más. Cada uno fue hasta su andén. El tren de él llegó primero. Subió y buscó otra vez una ventana, pero esta vez para ver cómo se alejaba. Ella se reía y lloraba para fuera. Él saludaba y lloraba por dentro. Se fueron haciendo chiquitos hasta desaparecer de vista pero nunca de su memoria, sabiendo que ahora tienen esa marca imborrable de haber pasado por la vida del otro. Y ahí andan, rozándose los recuerdos, repasando una y mil veces esa tarde imborrable de domingo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

uy! todo aquel que pasó por una ruptura, que amó y que en algún momento supo que algo había cambiado, que las cosas ya no eran como antes, que el amor había mutado en alguna otra emoción, que sufrió he hizo sufrir, que lloró, que extraña a pesar de que ese tren ya pasó, que tuvo largas conversaciones que conducían a un mismo final...se siente interpelado por este texto.

muy bueno. y coincido con el remate "ahora tienen esa marca imborrable de haber pasado por la vida del otro". y eso no se va.

Cuqui dijo...

¿Por qué está tu perfil en 3ra persona? Me gustó la imagen parisina; abrazo.

beyce dijo...

No te conocía Juan Cruz. Me gustó mucho esto que acabo de leer. Veo imaginación, buen lenguaje y una tensión narrativa que armoniza perfectamente con la anécdota.
¡¡adelante!!
Abrazos
Bertha