16/5/12

Asalto a la felicidad


Domingo de otoño. La digestión adormecía a todos anunciando que la hora de la siesta había llegado. Llovía nostalgia. Carlos ocupaba la misma mesa de siempre, en el mismo bar de siempre. Desde la ventana veía como una cortina de agua formaba barrotes como si fuesen los de una cárcel, pero ni él ni su reflejo en el vidrio intentaban escapar de ahí. No había nada mejor para hacer que hacer nada en ese lugar. Repasó el diario que había leído esa mañana como si las noticias fuesen a ser un poco mejor. Tomó otro café, pero esta vez lo pidió cortado porque a veces le gustaba volcarle el sobrecito de azúcar solo para ver cómo se hundía en la espuma. Todavía faltaba para la hora del partido pero no le quedaba otra que esperar. Habiendo tantas cosas para hacer un domingo, se lamentó que su voluntad estuviera condenada a noventa minutos de sufrimiento por un partido que jugaban otras personas que ni conocía y en otro lugar.

El bar estaba lleno de mesas vacías. Cada tanto entraba algún cliente, pero enseguida se iba otro así que no se llenaba nunca. El dueño hablaba por teléfono detrás de la barra y el mozo limpiaba una de las mesas del fondo. El aburrimiento se había apoderado del café hasta que dos chorros entraron a los gritos a asaltar la monotonía del lugar. El monólogo de los ladrones fue el de siempre. Estos tipos ni siquiera cambian el libreto, pensó Carlos.
Uno le puso el fierro en la cien al dueño y el otro encaró para la única mesa donde podía afanar. Carlos miraba la escena como si fuese un arquero que espera el mano a mano con el delantero una vez que zafó de los marcadores centrales, hasta que el chorro se le paró enfrente y le exigió la guita. Le dio lo poco que tenía, pero el delincuente agitando el arma le pedía más. En esa locura enferma e impotente de un ladrón cuando no puede llevarse todo lo que quiere y está tan jugado que no le importa absolutamente nada porque tampoco tiene nada que perder, ya que su vida es la mismísma mierda, cargó el arma, le apoyó el fierro helado en la jeta y le dijo:

-Pedazo de hijo de puta, o me das la guita o me das tu infancia!

A Carlos lo delató su rostro. Le habían encontrado el botín; su caja fuerte. En su cara le estaban robando la fortuna que había hecho durante toda su vida. Se estaban quedando con todos sus ahorros, con su plazo fijo en felicidad. Le sacaban del bolsillo las miles de horas jugadas a la pelota en la calle. Le choreaban la primera vez que se apretó una mina, sus primeras vacaciones en Mar del Plata y hasta el olor a mandarina en los recreos del colegio. Se le estaban quedando con fajos de recuerdos con los pibes del barrio y con la herencia del amor por su equipo. El chorro estaba muy nervioso, la tensión crecía pero Carlos no estaba dispuesto a resignar semejante fortuna. Conciente de que era lo último que iba a hacer en su vida, pero con la tranquilidad de que a su infancia se la llevaba con él, se paró, cerró los ojos y dejó que un balazo le reventara la cabeza. 

2/5/12

Miedo

El tipo entró a la cocina con el alma en la mano. Sin pedirle permiso, corrió la silla y se le sentó enfrente. Lo miró serio, con los ojos secos. Tenía las rodillas nerviosas y hasta se le veía el pulso. Lo primero que hizo fue pedirle que dejaran al resto afuera de todo esto. Era un asunto entre ellos dos. El miedo y él; él y el miedo; él y sus miedos.

 -No vengo de guapo-, balbuceó con un tono que literalizaba lo que decía.

 Todo lo contrario. Iba con el mismo temor con que uno enfrenta cara a cara al miedo, respirándole el aliento. Pero el miedo que sentía era tan grande que se convertía en valentía. Esa era la única razón por la que se encontraba ahí. En un segundo repasó sus cuarenta años y descubrió que después del día de su nacimiento, este era el más importante de su vida. Tenía que tomar la decisión que siempre había esperado, pero para la que no estaba preparado.

Como si el mundo estuviese pendiente de esto, dejó de girar. El reloj que colgaba de la pared miraba atento con las agujas cruzadas, olvidándose de que el tiempo dependía de él. Los ruidos se callaron y por primera vez en la vida, escucharon a los demás. Los olores se dejaron de sentir. El aire que entraba por la ventana ni siquiera respiraba para no interrumpir. Como si supiera que todos estaban esperando su descargo, el tipo le pidió a su garganta que tragara bien profundo y sin preámbulos ni arcadas, vomitó lo que sentía. Se dio vuelta de adentro para afuera y se sacudió las palabras asegurándose de no guardarse ninguna. Estaba todo sobre la mesa. No había mucho que aclarar. Solo agregó un punto esperando una respuesta del otro lado.

El miedo, que lo escuchaba atentamente, ni se inmutó. Lo miraba con sabiduría, pero mientras tanto buscaba las palabras adecuadas para devolver el golpe. Por un minuto se produjo un silencio ensordecedor hasta que por primera vez, y con esa voz que lo caracteriza, el miedo habló:

-Si cada vez que tengas que tomar una decisión importante desaparezco de tu vida, si dejases de sentirme y pudieras vivir en paz sin que te persiga como tu propia sombra hasta en la sombra, si estuvieses tan tranquilo que ya no necesitaras esconderte en el fondo de las sábanas con los ojos bien cerrados, si no temblases como la vejez por imaginarte lejos de los demás, si no tuvieses miedo por tener que barajar y dar de vuelta o si nada de todo esto te estuviera pasando, pobre de vos! Porque el día que descubras que ya no me sentís más, te vas a dar cuenta que estás acabado.