15/7/11

Y en esta esquina

Una vez más, la noche abría el telón dejando que las estrellas iluminaran el escenario. La calle se convertía en un cuadrilátero imaginario donde ese día, como todos los demás, se presentaba otra gran promesa; otro futuro campeón.

A pesar de la importancia del evento, el público casi ni se detenía a mirar. A la gente no le importaba que él estuviera parado en guardia, sosteniendo bajo el cuero treinta y dos flaquísimos kilos. Un peso que la balanza lo pondría en la categoría pluma, aunque estuviera muy lejos de poder volar. Su nombre, anónimo entre los desconocidos, desfilaba en esa cartelera hambrienta que cada día recibe a cientos de luchadores como él, postulantes a triunfar y poder subir un escalón en el podio de la vida. De esos que saben lo que es un combate desde el día que besan por última vez la placenta de su madre, para vérselas cara a cara con la lona. Que entrenan todos los días hasta que las tripas se retuercen y le avisan que el sol ya se escondió. Con hambre de gloria, pero de ese que le dan ganas a uno de meter la luna entre dos tajadas de pan y hacerla cuarto menguante de un mordisco.

Ahí estaba él, huérfano de cicatrices, aunque pudiera dar cátedra en esto de recibir golpes. Su vida era como un round sin cronómetro, pero a contra reloj. Esa noche no iba a haber apuestas. Tampoco propinas. Solo esperaba a que sonara la campana para lanzar su mejor golpe, ese pedido desesperado de igualdad que es como un derechazo al mentón que si te pega en la cara te destroza la paz y te rompe la comodidad hasta hacerte pedazos la culpa. Pero que te deja más conciente que antes y una vez que te levantás del suelo podés ver como te sangra la solidaridad a chorros.