30/11/10

Un año menos

Para cuando uno se quiere acordar ya le está pisando los talones a diciembre, haciendo equilibrio para no caerse en el año que viene, con las luces del arbolito que le encandilan la cara y un olor a pan dulce que se le filtra por todos lados. Uno ya se gastó como trecientos y pico de días así como si fuesen reciclables, sin darse cuenta de que el tiempo se evapora en el mismo momento en que transcurre. Es cuestión de llegar a la hoja número doce del almanaque para recordar que hay que guardar toda la ropa de invierno en el baúl lleno de naftalinas. Diciembre es como esos últimos cinco minutos del examen donde uno se da cuenta que todavía le faltan contestar esas tres preguntas y le agarra un ataque de nervios y quiere hacer todo a la vez. Para esta altura del año ya no se puede pensar tan claro porque el calor hace transpirar a las ideas. Encima todavía falta hablar con los familiares y definir qué se va a hacer, si vos preparás las ensaladas y yo me encargo de las bebidas, y de paso estrenamos el freezer que compré con los puntos de la tarjeta de crédito. Lo que si te digo que este año ni pienso disfrazarme de Santa porque los sobrinos ya están bastante grandulones.

Uno hace una listita imaginaria en la cabeza con todas las cosas que no hizo que se había propuesto al empezar este año. El estrés llega a su pico máximo cuando me doy cuenta de que todavía tengo que pensar en las vacaciones y si realmente vale la pena gastar tanta plata tirado bajo una sombrilla o cambiar el modelo de auto. La cuenta regresiva ya está en marcha y nadie la va a detener. El servicio meteorológico anuncia días de pesadas comidas, con probabilidades de chaparrones de sidra, inevitables garrapiñadas y violentos venturrones.

10/11/10

Si lo ves a Marito

Hace varios días que Marito anda raro. Como si le anduviese sobrando la nostalgia. Ojo: él no se queja. Pero si uno lo conoce bien, se da cuenta de que algo le pasa. Como si su presente anduviese todo el día bordeando el pasado, coqueteando con un tiempo que seguro ya vivió. Un tiempo que al recordarlo es cada vez mejor. Mario está seguro que a todos les pasa lo mismo. Pero por las dudas no dice nada, no vaya a ser cosa que piensen que es un infeliz y anda dando lástima a cambio de limosna.
No debe ser fácil para él soportar esto. Sobre todo porque es de esa clase de personas que nacieron con la bendita desgracia de sentir las cosas más que los demás. Tanto las buenas como las no tanto. Todo le afecta o lo infecta. Como si su piel fuese un impermeable viejo y agujereado donde no queda otra que resignarse y tener que vérselas cara a cara con los recuerdos. Y Mario no es tan ingenuo como para andar nostalgiando nostalgias que nostalgean mal. Pero eso es algo que él no puede manejar.
Para Marito el corazón es como un mueble viejo con miles de cajones donde uno va archivando de todo. Y a veces de tanto que bombea, algún cajón puede abrirse y si justo lo que se escapa es algún recuerdo o un cacho de melancolía, ahí te quiero ver.
Más de una vez los amigos lo han escuchado quejarse de que al día de hoy, la ciencia no pudo descubrir por qué los recuerdos cambian de tamaño con el paso del tiempo. Cada vez que recuerda su infancia, para él Flores no era un barrio, sino todo el mundo. Los veranos duraban todo el año. Los amigos no se acababan nunca. El departamento de tres ambientes donde se crió era un castillo y el techo era más alto; el pasillo no parecía tan corto y hasta cree que de chico podía correr y correr y si se esfuerza un poco más, jura que sus gritos se multiplicaban por la casa en eso que llaman eco.

Mario pasa la mayor parte del día improvisando teorías para justificar alguna de sus penas. Pero para comprender estas teorías y estar de acuerdo, es necesario compartir la misma pena con él. Y eso no es justo. Según Mario todos tenemos algo que esconder, algo adentro nuestro que no queremos que el resto del mundo vea. Y aunque nos curaría desvestirnos y asomarlo un poco más a la luz, nos envolvemos en arco iris fingiendo que todo está bien.

Por eso si uno llega a cruzarse con Marito, es mejor no preguntarle cómo anda. Con un qué hacés Marito cómo va, alcanza y sobra. Y no porque haya que soportarle sus miserias y sus discursos lacrimógenos. Todo lo contrario. Pero por cada mentira que cuente con tal de mostrarse feliz, es una nueva angustia con la que él se las tiene que arreglar solito.