20/9/10

El gusto es mío

Si hay algo que no me gusta es hacer las cosas por obligación. Cuando me dicen tenés qué. Y ese qué no va con tilde, pero lo pongo así para que suene más qué. Ahora resulta que me obligan a hacer una lista anotando las cosas que me gustan. ¿Acaso no tienen cosas que les gusten y necesitan de las mías? Hay un sentido de pertenencia con ese tipo de cosas, que cuando le gustan a demasiada gente tengo miedo que empiecen a desgustarme. Así que acá me tienen, traicionándome y contándole a todos esto que no debería. Pero advierto que si alguno les gusta mis mismas cosas, seguramente no les gusten tanto como a mi.

De las tantas cosas que me gustan, caminar atrás de los señores que fuman pipa para ir oliendo el humo que desperdician, está entre mis preferidas. Me gusta sonarme los dedos de las manos y que la gente se siga mandando postales. Y también sonarme los dedos de los pies. Me gustan los cuadros de colores que se forman cuando los verduleros acomodan los cajones de frutas. Que todos se rían cuando hago un chiste y saber que voy a llegar a viejo. Me gusta la música clásica, el folklore, el rock, la cumbia y el tango. Y el tango también. Me gustaría que la h no fuese muda o que alguien se digne a inventarle un sonido. Me encanta putear y más de uno va a coincidir conmigo: todos deberían putear un poco más. Pero nada de puteadas educadas sino puteadas con una pe bien grande. Me gusta que toquen timbre en casa cuando no espero que toquen timbre en casa. Me gusta escribir pero más me gusta leer. Quedarme dormido y acordarme lo que sueño. Aunque a veces me gusta más escribir que leer. Vivir todo el año viajando por el mundo y poder tomarme al menos quince días hábiles para ir a trabajar. El olor a nafta y a naftalina. Y el olor a mandarina también porque me recuerda la hora del recreo en la primaria. Me gusta cuando a la gente le combina el nombre con su cara: no te podés llamar Ramón y tener cara de Gustavo. Empezar a hojear las revistas de atrás para adelante. Me produce muchísimo placer ponerme de frente a un ventilador, hablar y escuchar como se deforma lo que le digo. Me gusta lo salado y creo que lo dulce es más un clisé en el mundo de los antojos. Encontrar plata y no devolverla. El huevo frito, el color del huevo frito, el sabor del huevo frito, mojar el pan en huevo frito, y que por suerte no a todo el mundo le guste el huevo frito. Me gusta cuando la gentesejunta y que todos pensemos diferente. Ir a un café y encontrar una mesa contra la ventana. Que no me guste el frío así me gusta el calor. Me gusta reconciliarme pero es una pena que antes tengamos que pelearnos. Que el blanco sea un valor y poder usarlo sin pagar un centavo. Que los que no pueden viajar vayan a los aeropuertos a ver cómo despegan los aviones, y que do re mi fa sol la si se ordenen de tal manera que nos den ganas de ponernos a bailar. Me gusta hablar solo y darme cuanta que a veces me contesto. Pero lo que más me gusta es que puedo enumerar cosas que no me gustan tanto, pero cuando las escribo pareciera que si.

La última foto

Hay sólo dos razones para que a una persona se le ocurra prender un cigarrillo a las ocho de la mañana: o está muy nervioso, o. El tipo entró caminando apurado y no se dignó a apagarlo, ni siquiera aunque hubiese un cartel en la puerta indicando que estaba prohibido fumar. Pasó entre algunas personas de las cuales ni se acuerda la cara y se puso al final de la cola, asegurándose el último lugar. Para no ir hasta la mesa de informes le preguntó al señor que estaba delante suyo si esa era la cola para hacer la renovación. Éste le dijo que sí señalándole con el mentón un cartel que decía “Renovación”. Ese cartel es un asco pensó, y tendría que estar haciendo esa cola con el resto de la gente.

El lugar era un salón enorme donde había un olor a trámite y mal humor que apestaba, faltaban sillas, sobraba gente y los televisores florecían del techo. No faltaban los oportunistas de siempre, empezando por el que vendía lapiceras, ya que siempre hay distraídos que se la olvidan y no tienen con qué llenar tantas líneas de puntos. Y si te vendo para escribir, también te vendo para borrar. O sea que ahí ya le sacaron unos quince pesos. Y seguro que como madrugó a las seis de la mañana para ir a hacer un trámite que tenía que estar a las ocho para hacer una cola y sacar un número para después hacer otra cola para hacer ese trámite, seguramente no desayunó, entonces le vendieron un café apestosamente rico y fuerte que le pegó un cachetazo y si con eso no se despierta, le venden el diario que con esas noticias en la tapa no hay chance de que no abra los ojos como dos huevos fritos. Listo, sumale doce pesos más. Prendió otro cigarrillo, lo cual indica que seguramente en algún momento había apagado el anterior.

Llegó al mostrador y una señora con cara de burocracia y mate dulce le dio los papeles que tenía que completar y un número por el que lo iban a llamar: el ciento cuarenta y seis. Qué número de mierda, pensó. Se sentó en una de las tantas sillas, llenó todos sus datos y se puso a leer el diario que le habían vendido. Pero no se podía concentrar porque todo el tiempo miraba el tablero electrónico para ver si faltaba mucho hasta que llegara el número de mierda. Y aunque veía que faltaban varios, cada vez que sonaba el tablero llamando al número siguiente, volvía a levantar la vista perdiendo el hilo de la lectura y haciendo el típico chasquido de la lengua contra el paladar seguido de una puteada susurrada.

Pasaron unos veinte minutos hasta que lo llamaron de ventanilla del fondo. Se volvió a quejar porque hubiera preferido la que estaba enfrente suyo donde atendía un muchacho joven, al que le podría haber hecho algún comentario machista acerca de las mujeres que trabajan ahí. Resignado y haciendo maniobras para guardar sus cosas en el portafolios y sacar las planillas con todos sus datos, llegó a su ventanilla y le entregó todo a un señor canoso como diciendo tomá, ahora arreglátelas vos. El canoso revisó que todo estuviera completo y estampó un sello sobre los papeles (¿cuánto llevaba ya esa mañana?) y recién ahí lo miró con sus anteojos que se agarraban de la puntita de la nariz para no caerse y le dio otro número más. Pero esta vez era un número para pagar.

Esa parte fue la más rápida y enseguida le tocó su turno, lo cual lo hizo pensar que cuando se trata de que pagues, no se demoran tanto los muy turros. Llegó a la caja y por primera vez desde que estaba ahí adentro, una morocha escotada y de uñas largas y blancas lo saludó con un macanudísimo qué tal señor cómo le va, cosa que los ciento treinta y pico de pesos no le dolieran tanto. Y ahora pase por el pasillo de la derecha hasta el fondo que sólo falta la fotito y las huellas dactilares, buen día y que le vaya muy bien. Mientras se alejaba por el pasillo aprovechó su reflejo en una ventana sucia que daba a una avenida y se peinó para la foto. La última puteada la usó mientras recordaba que no se había cortado el pelo. Después de todo, era una foto que lo iba a acompañar para el resto de sus días. Y cada vez que le pidieran su documento alguien la iba a ver, y no fuera cosa que pensaran que el día que hizo la renovación tuvo una mañana para el olvido.

9/9/10

Sueño profundo

Apagó el despertador y fue hasta el baño. Hizo pis, se cepilló los dientes y agarró su pistola. Mirándose al espejo, se reventó la cabeza de un tiro.

No se había dado cuenta que ya no estaba soñando.

6/9/10

Días a la marchanta

Cuando se aburría de que todos los días fueran iguales, agarraba a lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo, se los metía en el bolsillo del saco y empezaba a caminar hasta alejarse de todo el mundo. Cuando sentía que ya nadie lo estaba mirando, sacaba los días del bolsillo y con el puño bien cerrado empezaba a agitarlos bien fuerte. Y mientras los agitaba hacía el gesto de acercarse el puño a la oreja achinando los ojos para sentir que estuvieran todos ahí, los siete. Repetía ese movimiento durante unos diez, quince segundos. Cuando ya los había mezclado bien, alejaba la mano del cuerpo como si fuese a soltar un pájaro y abría de a poco los dedos liberándolos de a uno, en el orden que ellos quisieran. Entonces era así como el lunes aparecía en la mitad de la semana y dejaba de ser el peor día, el más odiado. El sábado se colaba en el lugar del martes y había millones de citas nuevas y la gente se mataba tratando de conseguir entradas para el cine y llenaban los restaurants y comían a reventar y tomaban vino con soda y soda con vino. De repente el jueves los futboleros se descubrían con la oreja pegada a la radio, escuchando el partido con un gorrito con los colores de su equipo. El viernes las madres mandaban a dormir temprano a sus hijos porque quedaba toda la semana por delante y sino cómo estudian. El miércoles hubo abuelas que amasaron ravioles para un batallón. Al martes le tocó bancarse la resaca y lo mandaron al final de todo. Y el domingo a las ocho de la mañana, no había nadie que no estuviera de traje y corbata, listo para arrancar la semana.