15/5/09

Artemio

La mañana en que Artemio sumó otro año a sus ya cansados setenta y nueve, no fue una más. Era una decisión difícil. No la de morir. Sino la de tener que recordar su detestable vida en un instante, en ese último minuto final, en ese túnel de instantáneas del que no se puede volver una vez adentro.

Iba a cepillarse los dientes, pero no le quedaban besos para dar. Iba a peinarse, pero ya no tenía qué. Se sentó en el piso helado del baño, sin reflexionar si ése era un lugar decoroso para morir. Sólo tenía que esperar. Algunas lágrimas y una sensación de mareo le indicaron que su plan estaba funcionando. Traspiró y traspiró hasta que el piso se volvió cálido. Se sentía bien; morirse no era tan difícil después de todo. Sólo dudó cuando sintió que el corazón le estallaba en pedazos y quiso protegerse, pero ya era demasiado tarde. Entonces supo que no quedaba nada por hacer. Se relajó, y como si fuese a ver su película preferida, cerró los ojos para soportar los inevitables recuerdos de su vida.

Cuando su corazón empezó a latir más rápido, se dio cuenta que la vida que estaba viendo no era la suya. Sólo podía distinguir una imagen, un recuerdo; pero el recuerdo que estaba viendo no podía ser de él. No el de alguien que hubiese sufrido setenta y nueve años. No le correspondía un recuerdo tan bello para una vida tan. Desesperado revolvió en lo más hondo buscando su pasado, pero no había nada. Se lamentó, pero no pudo llorar. Quiso morirse pero su muerte era saber que tenía que vivir otra vez. Y tenía que hacerlo toda una vida para encontrar los recuerdos que lo habían hecho tomar la decisión de dejarse morir.

Desconociéndonos

Llovía como tenía que llover ese día. Con ruido a techo de chapa y olor a tierra mojada. Y qué nos importaba si la ropa que habíamos dejado colgada afuera se mojaba; siempre quisimos caminar bajo la lluvia y empaparnos. A vos se te pusieron los labios morados y la piel más blanca y yo te dije que así eras más linda y vos te reíste aunque sabías que era mentira. Juro que eras más linda.

Entramos cargando todas las cosas que habíamos comprado en el mercado y cuando nos agachamos para apoyarlas en el piso helado de la cocina, nos encontramos con los ojos y sentimos un calor que nos quemaba. Hubo un silencio que duró hasta que el viento que entraba por debajo de la puerta hizo que se quejaran las bolsas de nylon. Después no se escuchó nada más. Cocina, living, sillón, sillón, piso, pasillo, cuarto. Cama. No hizo falta cerrar las cortinas, porque los besos empañaron los vidrios que descubrían corazones dibujados de otras tardes de lluvia. Arrugamos las sábanas un poco más y nos desvestimos desesperadamente. Yo a vos y vos a mi y los dos a la vez. Nos enredamos y nos desenredamos. Por un segundo se rompió el clima cuando no nos pudimos sacar los pantalones porque todavía teníamos los zapatos puestos. No había necesidad de ser sensuales. Nos dijimos cosas que nos daría vergüenza decirnos a la hora del café con leche con tostadas. No se si era la lluvia o qué, pero el mismo perfume de siempre ese día te quedaba más rico. Como si se hubieran dado cuenta de nuestro pudor, los espejos dejaron de mirarnos. Entonces las macetas se pusieron más lindas y las lámparas se vistieron mejor. La canilla del baño dejó de gotear para que no supiéramos que estaba ahí. Te toqué como la primera vez y te sentí diferente a todas las otras. Tarde de frases cursis y olores prohibidos. De precocidad aunque la experiencia. De teléfonos sin atender. De apodos pegajosos. De películas que alquilamos y nunca llegamos a ver. Tu ombligo. El dedo chiquito del pie.

Dormimos. Vos más porque yo me desperté con tus ronquidos, aunque te mentí y te dije que me había despertado porque tenía hambre. Fumamos acostados y hablamos de cosas intrascendentes. Cuando se producían silencios nos preguntábamos en qué pensás: en nada y vos, en nada. No sé en qué momento te pusiste una camisa mía, pero dejó de ser la más fea que tenía. Después de tanto desenfreno volvió la timidez. Te sacaste la camisa sin que alcanzara a verte desnuda, te envolviste en la sabana y corriste en puntas de pie hasta el baño. Cuando fui para la cocina a buscar agua traté de espiarte por la cerradura, como si supiera lo que iba a pasar.
Después; lo conocido, lo de siempre. Bajamos en el ascensor callados, mirándonos la punta de los pies. Los dos dudando si el beso de despedida convenía darlo en la mejilla o en la boca, por no saber lo que podía pensar el otro. Qué estupidez.

Ahora es de noche y vuelvo a estar en la misma cama. No me puedo dormir porque me arrepiento de no habértelo dado en la boca. Tampoco se si tengo frío o son esas ganas desesperadas, casi adictas que tengo de abrazarte, que busco la frazada allá abajo, en lo más hondo de mis piernas y me tapo. Y cuando empiezo a sentir calor es como un abrazo tuyo. Un abrazo de brazos cortos, pero que igual me cubren. Y me enredo en la sábanas y juego a que también te abrazo como si fuera la última vez que lo hiciera.

Frases que me gustan que no se donde poner

Soy soltero porque me enamoro a segunda vista.

Nadie le preguntó a la ventana si la gusta lo que ve.

Un cuchillo es un arma de doble filo pero con una sola personalidad.

Las estrellas enamoradas juegan a regalarse cosas que no brillan.

Caja de herramientas

Cuando estoy triste vuelvo a la casa de mis viejos y abro la caja de herramientas de papá. La última vez encontré el mismo martillo al que siempre se le salía el cabo.
Un montón de tornillos sueltos que nunca van a encontrar a donde atornillarse.
Mis sueños de carpintero frustrado.
El eco de una frase que dice “yo cuando sea grande quiero ser.”
La imagen del viejo arreglando algo con el relato de un gol un domingo por la tarde.
Un olor que reconozco pero no me acuerdo a qué es.
Un cepillo de dientes morocho y despeinado que ningún dentista recomendaría usar.
¡ el olor de la casa de mi abuelo!
Un metro de madera ya petiso y mentiroso.
El insomnio de mamá porque la canilla de la cocina no para de gotear.
Llaves huérfanas que dejaron de abrir puertas pero nadie se digna a tirar.
La increíble sensación de sentirme grande cuando mi viejo me pedía que le alcance una “dieciséis”.
Las noches de navidad que se rompía el calefón justo cuando todos se tenían que bañar.
Una pinza nueva que desentona entre tantas herramientas usadas.
El primer dedo que me martillé.
El mameluco azul y los mocasines marrones de mi abuelo.
Y el segundo también.
La ilusión de progreso de miles de familia de clase media.
Levantarse temprano en Semana Santa para ir a pescar. No pescar nada.
El grito de mi viejo que si le vuelvo a sacar una herramienta y no la guardo donde estaba te fajo entendiste…
Domingo de lluvia: rompe cabezas y torta caliente.
El olor a vómito de la Plasticola.
Las ganas de volver a ser chico para soñar con ser grande.
El recuerdo de abrirla con la ilusión de encontrar la tuerca que completara mi juego de payanas.
Medias agujereadas y cordones desatados.
“Lo que la gotita pega nada nada lo despega.”
El Kaiser Carabela de mi abuelo que nunca conocí pero me lo imagino tal cual me lo describe.
Esa duda cuando era chico por no saber distinguir entre la llave inglesa y la llave francesa.
Frutillas en los codos y cascaritas en las rodillas.
Yo y mis hermanos jugando al “Veinticinco” y el burro adelante para que no se espante.
“A vos siempre se te ocurre arreglar algo cuando está la comida servida.”
Las bolitas en el tarro blanco de dulce de leche.
Olor a pasto recién cortado.
Mi corazón destrozado cuando me enteré que Papá Noel no existía.
Entrar al garage manejando el auto sobre las rodillas de mi viejo.
Una irónica postal de San Cayetano pidiendo trabajo entre tantas herramientas.
Botitas de gamuza, pitucones y el Circo de Moscú que nunca más fue a mi pueblo.
El gusto a grasa por comer mientras jugaba con las herramientas.
La risa que me causaba la palabra “tarugo”.
Saber que me daban fiado en la despensa aunque hubiese un cartel que decía “Hoy no se fía. Mañana sí”.
Lo difícil que es cortar la cinta aisladora con los dientes.
Esa bronca de dientes apretados por tener que abrirla y acomodar todas las herramientas otra vez para poder cerrarla.

Carta a Papa Noel

Querido Papa Nuel,

Jimena dice que no pero para mi que si existis. Ella dice que soy una tonta y que eso es porque me creo cualquier pavada y cuando está con las otras se me rien pero a mi no me importa.

Yo ya se que estoi grande, eso me dijo mi tia Amalia cuando vino a bisitarme de Rosario para mi cumpleaños cuando cumplí 7 este año el 3 de febrero. Además tengo que andar cuidando que no hablen adelante de mi hermano Pedro por que el también cree y te iva a escribir una carta y creo que te iba a pedir globos. Yo no te voy a pedir nada para mi. Ba en realidad si pero no es para mi es para que la use yo pero para ayudar a mi papá que no tiene trabajo ahora y yo se que si me traes la bici yo lo puedo llevar a Pedro a la escuela asi mi papá no tiene que gastar plata en el colectivo total yo ya soy grande y ando sin rueditas. Soy la unica de la clase que save aunque Paula dice que el primo del campo le enseño pero para mi que no porque es media mentirosa y siempre biene con cuentos del primo que es mas grande y que se yo.

Yo se que muchos te van a pedir bisis pero algunos la quieren nada mas que para andar y yo tambien pero tambien para lo que te dije más arriba. Ademas nunca te pedí nada tan grande. Solo cuando te puse que queria una montaña rusa pero mi mamá me dijo que seguro no ibas a poder entonces te pedí algo mas chico que no me acuerdo. Igual fui a una montaña rusa en el parque y no tuve miedo.

Ya junte un monton de pasto para que coman los renos y le voy a poner agua tambien. En la escuela tuve como 4 notas buenas y una mas o menos pero porque Pedro me manchó los dibujos y entonces la seño Graciela me dijo que los tengo que hacer de vuelta de nuevo.
Si mi papa te pide un regalo para mi no lo traigas asi no tenes que llevar muchas cosas. Con la bisi sola me conformo. O traele algo a el y listo.

Catalina

Paniqueso

Todos nacen sabiendo jugar al paniqueso. Lo más importante en este juego es que cualquiera lo puede jugar. Tanto hombres como mujeres. Ricos o pobres. Zurdos o derechos. Se puede tener pie plano o ser rengo. Lo único que se necesita es que haya como mínimo dos jugadores, y un máximo de dos. Se recomienda hacerlo sobre una superficie plana, para evitar torceduras y abandonar antes de la finalización del juego. Esto podría motivar las cargadas de los amigos que conforman el público, y traer así trastornos psicológicos muy difíciles de superar.

Para dar comienzo, lo primero que se debe hacer es asignarle un rol a cada uno de los jugadores: uno será “pan” y el otro “queso”. Algunos fundamentalistas del paniqueso insisten en que se debería jugar un paniqueso previo para determinar quién es “pan” y quién “queso”. Muchos prefieren ser queso, aunque no haya una estadística que indique que siendo queso uno aumente sus posibilidades de ganar. Una vez definido esto, los jugadores deben pararse enfrentados a una distancia convenida entre ellos. Pueden ser dos metros, cinco cuadras o diez kilómetros. En este último caso, hay que tomar la precaución de que el juego se puede extender durante un tiempo muy prolongado.

El objetivo es quién de los dos pisa primero el pie del rival. Se conocen muchas estrategias para lograrlo. Una de las más conocidas, pero no más fáciles de llevar a cabo, es conocer el número de calzado del oponente. Éste no es un dato menor: sabiendo cuánto calza el otro, más el número propio, uno puede calcular desde donde empezar para saber cuándo va a pisar al contrincante. Es obligatorio que cada vez que un jugador avance, diga “pan” o “queso” según le corresponda. De no hacerlo, pueden recibir sansiones severas que van desde retroceder “un pie” hasta quedar eliminado del juego.

La lógica del paniqueso es jugarlo para ganar algo. Resulta extraño entonces que nadie se perfeccione para llegar a ser un gran jugador: todos dejan su suerte librada a la suerte. Piensan que lo más importante es la disputa posterior, subestimando lo que realmente podría determinar su futuro. La particularidad del paniqueso es que es una competencia previa a otra competencia. Y siempre se juega con el fin de resolver algo. Esto justifica a aquellos que insisten en eliminar todos los desafíos, todos partidos, todos los duelos del mundo, argumentando que se podría resolver directamente con el paniqueso.

Frases que me gustan que no se donde poner

Sólo lo seco le calma la sed al agua.

Todos los dados son iguales, pero todos deciden destinos diferentes.

El viento es la mejor melodía para ver bailar a la arena.

La manzana fue un actor principal a lo largo de la historia pero siempre cobró como actor de reparto.

La del 85

Roberto José Vicente y Marcos Andrés Budiño supieron que se iban a odiar para siempre, desde el día que les tocó sentarse en el mismo banco del Colegio Nuestra Señora del Sagrado Corazón de Jesús.
Roberto era zurdo, pero se sentaba del lado derecho del banco. Y como escribía acostado y ocupando casi todo el espacio, siempre molestaba a Budiño con el codo. A pesar de esto, Roberto nunca aceptó sentarse del otro lado, argumentando que él había llegado primero el primer día de clase, y ni loco le iba a ceder ese lugar. Budiño era de esos pocos y afortunados alumnos a los que la madre le da plata para comprar merienda en el recreo. Siempre tenía los bolsillos y la cartuchera llena de golosinas, las que devoraba delante de la nariz de Roberto, sin siquiera ofrecerle un miserable caramelo durante toda la primaria (al resto de los compañeros sí le convidaba).

Además de zurdo, Roberto era muy flaco. Las cargadas de sus compañeros, en especial de Budiño, no tardaron en llegar. Apodos tenía miles, pero el que más le molestaba era “Perfil”, o que le dijeran que tenía que pasar dos veces para hacer sombra. Budiño, en cambio, era algo petizón y tirando a gordito. Esto lo había heredado de su madre, y no sólo porque le daba plata para la merienda. Las peleas entre ellos eran moneda corriente y a medida que los años pasaban y sus cuerpos iban mutando, dejaron de ser simples insultos, para transformarse en feroces riñas más parecidas a combates de box, que a una pelea de chicos de primaria. Cuando Malvasora, el rector del colegio, se enteró de estas peleas, los amenazó con expulsarlos del colegio. Roberto y Budiño, en lugar de amigarse, decidieron buscar un lugar donde pudieran pelear en paz, sin que se enterara el rector. Descubrieron un jardín oculto, al que se llegaba por una puerta clausurada que había en fondo del patio, que usaban de ring para fajarse durante los diez minutos que duraba el recreo. Todos los alumnos del Nuestra Señora esperaban ansiosos la campana para encontrar una ubicación en el jardín y hacer sus apuestas. Algunos fanáticos se llevaban su silla, otros se trepaban al tapial y hasta hubo uno que se robó un sillón viejo y gastado de la sala de profesores, para ver la pelea como si estuviese frente al televisor de su casa.

Pero en el año ’85 hubo una pelea que los marcó para siempre. Dicen que fue la más violenta. Fue cuando Roberto robó de la mochila de Budiño una foto veraneando con su familia en San Bernardo. En primer plano se podía ver a una señora de más de ciento veinte kilos, metida adentro de una malla marrón como si fuese un matambre, y con un churro en la mano. Era la madre de Budiño. Roberto había hecho copias y empapeló el baño de varones y el gimnasio. En los pasillos del colegio se anunciaba que esa tarde iba a ser inolvidable. Los rumores de la pelea llegó a oídos de los alumnos de otras escuelas. Fue tan famosa y comentada la pelea, que hoy, veinte años después, se sigue recordando. Y si fue toda la gente que dice que estuvo esa tarde del ’85, estaríamos hablando de unas tres mil personas, cuando en el jardín oculto de Nuestra Señora del Sagrado Corazón de Jesús, no entraban más de cien.

Hoy, Roberto José Vicente apenas tiene un negocio en una oscura galería de Flores, y una barba de algunas semanas. Se las rebusca arreglando desde pavas hasta video caseteras.
Alejado de los lujos, el único vicio que le quedó a Roberto de sus mejores años es abrir religiosamente todas las noches una buena botella de vino. Algo así como una caricia o un mimo para el alma de un humilde comerciante. Hacía meses que la mano venía cambiada, y Roberto decidió ir al hipódromo para ver si la suerte lo ayudaba a pagar sus deudas. No era burrero, pero la sensatez que te dan los años, le indicaron que había que jugarle al que más pagaba. Veinte pesos a “Gold Tiffany”, una yegua que brillaba como una lágrima sobre el rostro de un negro. Los otros veinte que le quedaban, pensó que los podía gastar en un vino para festejar esa noche en caso de ganar. La carrera la dominó de punta a punta el jockey petiso que montaba a “Gold Tiffany”. Cuando le yegua cruzó el disco, sacándole más de dos cuerpos de ventaja a la segunda, Roberto sólo apretó el puño y enfiló para la ventanilla para cobrar. Iba haciendo cuentas y saboreando el aroma de su uva preferida, cuando por los altoparlantes anunciaron que “Gold Tíffany” había sido descalificada porque su jockey, el petiso Marcos Andrés Budiño, había largado antes de que sonara la campana.

Roberto estuvo a punto de volver para corroborar. Pero pensó que era imposible que fuese el Marcos Andrés Budíño que juraba que había dejado ciego de un ojo, en aquella famosa pelea del ’85, en el jardín oculto del colegio Nuestra Señora del Sagrado Corazón de Jesús.